Confieso, no tengo alternativa, mi aversión tanto a los diarios como a las memorias y a la compilación de artículos. A diarios y memorias porque me parecen un homenaje al narcisismo y, por tanto, al ego superlativo. Y a las compilaciones de artículos pues así, siento, se le otorga a lo fugaz y transitorio (una columna en un medio impreso), una trascendencia de la que por lo general carece.

¿Por qué, entonces, esta de Fernando Niño no me provocó en su lectura el mismo sentimiento íntimo de reticencia? Tengo que explicármelo.

Al autor de este más que centenar de artículos publicados en el memorable Tal Cual a lo largo de una década (el primero de los reunidos aquí apareció el 16 de noviembre del 2004 y el último el 17 de noviembre del 2014), lo conocí y traté varios años atrás, él estudiante y yo profesor en la Universidad Simón Bolívar. De aquel cursante de Ingeniería Mecánica, salvo su fervor de activista del movimiento estudiantil y su querencia por el periodismo comprometido, pocas cosas me permitían prever su futuro de columnista asentado y regular en un diario serio, respetado e íntegro. Y ahora me encuentro con estos 132 (si no hice mal la suma) artículos que implican la tenacidad de una década sin desmayo, la disciplina intelectual de pensarlos y escribirlos y, ante todo, de ser original macerando, entre otros varios, un corpus del que ya todo parece dicho y redicho, cliché en suma, la era venezolana del chavismo.

En el peldaño que sigue me encuentro interrogándome por qué el autor se ha entregado a los territorios de la tecno-ciencia, admitiendo que no lo ha hecho en los “duros” sino en los menos abstrusos y más comprensibles de las “políticas públicas”. Por qué, pregunto y pregunto, si de estos artículos lo que emana es puro humanismo (tanto en el sentido cultural como espiritual del término), es decir, un adentrarse en las cosas humanas que de manera más directa y profunda afectan la vida diaria, permanente, de las personas en nuestro aquí y ahora.

Para subrayar lo dicho, Fernando Niño, aquí me decanto por la definición que le gustaba a Susan Sontag, tiene todas las trazas propias del escritor, ese que es capaz de interesarse por todas las cosas, a quien ninguna le parece menor, desdeñable o irrelevante.

Un paso más y me enfrento al hecho de que cada uno de estos artículos está pensado con la cortesía y consideración que se le debe a ese lector innominado, probable paseante sobre las líneas del que escribe. No trata el autor, al enfrentar a su manera el artículo para el periódico, de inventar un nuevo género literario ni de revolucionar el periodismo, sino de alcanzar un puerto más definido y, por esto mismo, mucho más valioso: dialogar con ese “amigo invisible” (el calificativo que empleaba Uslar Pietri) desde la cercanía y la honestidad, y hacerlo sobre las tramas comunes, aquellas que al entretejernos en un tiempo y espacio compartido nos convierten en prójimos (es decir, en próximos), como si estuviésemos tomando una copa ante un horizonte hacia el que nos dirigimos y lo hacemos acompañándonos.

El cultivo de la humildad, en el sentido monacal del vocablo, es de lo que me habla al paso siguiente. A pesar de la información que entrega, de los libros y autores de los que informa, de la multiplicidad de temas sobre los que arriesga un criterio, una valoración, nunca se desprende hacia el abismo de la soberbia, del que le dice al otro qué debe hacer con su vida y qué pensar con su cerebro. No, se trata de un diálogo auténtico a pesar de la distancia (siempre la hay entre quien escribe y su lector, de lo contrario ambos han perdido el tiempo), donde el fondo del asunto es que Fernando Niño (como Borges) está diciendo a cada rato que la circunstancia de que sea él quien escribe y tú el que leas es puro azar, que la relación pudo, puede, podrá ser a la inversa. Es decir, quien escribe no guarda superioridad ninguna con respecto a quien lee. Incluso, puede ser al revés. Esta actitud entre los escritores (por menor que sea el género donde se cultiven) es del todo infrecuente pues cada uno suele partir de una premisa áurea: por definición, quien escribe es un ser superior, mejor dotado, dueño de unos dones y gracias que el lector jamás tendrá. Punto de partida, ese, falaz y, por si no bastara, alimentado por la jactancia insolente propia del divismo (muy frecuente en memorialistas, diaristas y columnistas) del que está muy lejos, tanto que ni se ve, el autor de este libro.

Aquí me detengo. De pronto doy con otra clave. Sí, no es una compilación, aunque lo sea en su origen, es un libro, y esto sí que me gusta más. Compilar es ir colocando uno tras otro los trajes en un armario, o una sobre otra las camisas en el gavetero. Y lo que he leído ni son materiales agrupados en gaveta grosera ni raptos mentales reunidos en el silencio de un escaparate más o menos burdo. Tienen la esencia de un corpus, armónico, coherente, tramado, indivisible en cierto modo, donde cada artículo se soporta en el anterior y fundamenta el siguiente. Un libro sí que me atrae, una acumulación suele resultarme sospechosa y ante ella prefiero pasar de largo.

Por eso recibí de manos de Fernando Niño, con bastante zozobra, el tomo ya casi conformado como edición, de estos textos. No le dije nada porque se trataba de un viejo y muy querido alumno. Miento, ante su solicitud tímida y con la mirada de quien casi está a punto de pedir disculpas, le dije que sí, claro, con gusto, lo leo y escribo lo que me pides. Cavilé varias horas sobre un modo honorable de resolver la dificultad. Fui leyendo, y ya desde el primero (“De Picasso a Abreu”) mis aprensiones comenzaron a retirarse más o menos arrepentidas. Hay en ese artículo, por ejemplo, un tal arrojo, el de desnudar un mito y, sin desvalorarlo, mostrarlo crudo y desnudo, tal como es, que leí con asentimiento convencido. Y así con todos los demás.

Y bien, ¿cuál es su secreto, el íntimo, de este libro de artículos?

No es ni la perfección de escritura ni lo irrebatible de sus argumentos y criterios, a Dios gracias (no, más bien a él, a Fernando Niño que es su autor sin recurrir a ninguna ayuda sagrada). Tampoco su capacidad para transformar la peculiaridad en totalidad y la complejidad en sencillez (quiero decir, en material apto para todo público), una rara avis en los mundos del periodismo de opinión. Ni mucho menos su espíritu y mente, abiertas y aventureras, capaces de incursionar con dignidad por una amplitud de temas que no deja de causarme perplejidad, asombro y hasta cierta envidia encubierta.

Aquí están los temas concretos de la urbe contemporánea, el registro cinematográfico, el diálogo con libros y autores, el espanto frente a crímenes y corruptelas, la advertencia ante engañifas políticas evidentes, el rastreo de la importancia del arte o de los recodos de la psique, la crítica sin aspavientos ni temblores a la gestión de eso que a falta de mejor vocablo, llamaremos “chavismo”, la presencia inevitable (se trata de Venezuela) del señor petróleo, pero también de paisajes, recuerdos e, incluso, elegías. Todo excavado en tierras profundas con un aire de normalidad, sin vanidades ni desplantes, con un tono donde la ironía y el humor tienen su sitio, así como también con la comprensión (la compasión, el padecer con el otro), del que siente, piensa y actúa distinto (valor señero de todo demócrata), pero sin usar nunca el mal recurso, y mentiroso casi siempre, de “esto es lo que yo pienso, tú tienes derecho a pensar de otra manera”, no, sino más bien, “piensa bien lo que piensas porque creo que estás equivocado, entre tanto yo pienso otra vez lo que pienso porque puede que no esté del todo en lo cierto”.

Ahora bien, en ese espinoso territorio del pensar y actuar diferentes, en lo que sí no concede Fernando Niño, y esto es una fiesta para mí, es en los valores indeclinables de la civilización humana, de aquello que a lo largo de la historia ha venido acumulando siglo a siglo, año a año, día a día, nuestra especie, entre tropiezos y conflagraciones. Por ejemplo, la democracia política, descentralizada y abierta, si bien está sometida a la posibilidad de ser cada vez mejor, está fuera de discusión pensar o admitir que se la ponga de lado. La ciudadanía como compromiso y responsabilidad ética, más allá de masa, pueblo y populismo, tiene que ser el eje, dice y lo comparto, de cualquier construcción de consensos y convivencias, de comunidad y de bien común, de calidad de vivir. Del compromiso con los bienes y los asuntos y los destinos públicos, sin desdecir, reafirmándolos más bien, de los derechos personales, individuales. De la convicción de que la vida no puede reducirse a la política, que es más y que va mucho más allá, que el arte, las creaciones culturales no son asuntos marginales a los que se les den los fondos sobrantes del presupuesto, sino centrales, imprescindibles en toda propuesta práctica del vivir comunitario.

Y desde esa escalada temática y valorativa, el autor es capaz de sumergirse en una serie de avizoramientos de futuros posibles desde la perspectiva realista, sin desmesuras ni carismas mesiánicos, sí del reformador de mirada dispuesta a la transformación, al cambio, a la resolución de brechas y exclusiones, con un tono, una palabra, que no se solaza en avinagramientos o estigmatizaciones, sino, por el contrario, que jinetea con buena alegría el mejor de los optimismos. Fue Savater quien me lo dijo: “solo los optimistas creen de verdad que las cosas pueden cambiar; los pesimistas, por el contrario, lo son porque en el fondo asumen que lo que critican jamás podrá desalojarse de la realidad”. Y me parece que, acaso sin saberlo, Fernando Niño se alimenta sin fatiga de ese encomiable espíritu, llamémoslo así, savateriano.

Y no es cosa menor la cincuentena de ilustraciones de Kees Verkaik bajo la forma de viñetas, retratos, caricaturas, además de la foto tomada por Manuel Ferrol, dramática y estremecedora, uno y otro intensifican el poder comunicativo que se expande y galopa por el conjunto de las más de trescientas páginas de este libro. Imágenes que van directas a la emocionalidad, palabras que remecen la conciencia más aletargada.

En fin, me digo ahora, todo esto es verdad, y no es poca cosa, pero ¿por qué no mantengo ante estas páginas mi rechazo a las compilaciones? Ya sé, porque no se reduce a compilación. ¿Y por qué no, aparte de lo ya dicho? ¿Hay alguna razón de mayor calado?

Me detengo, pienso, sí, sé que la hay, la hay… y al fin, de la mano de un viejo amigo sobre cuya obra estuve escribiendo en estos días, doy con la clave que me faltaba. Decía ese amigo que si desapareciera de la faz de la tierra toda referencia material, espiritual, simbólica sobre el Imperio Romano y su época, pero se salvara alguna de las apenas tres obras de Virgilio (La EneidaGeórgicas y Bucólicas), tomándolas como guía podría reconstruirse casi palmo a palmo aquella edad.

Pues bien, la enorme virtud y acaso perennidad, de este libro de Fernando Niño, me parece ahora, es que si Venezuela desapareciera de la faz de la tierra por algún indeseable cataclismo, pero este libro permaneciera, cualquier historiador, arqueólogo o paleontólogo de la posteridad podría rehacer buena parte de lo que nos ha ocurrido, de lo que hemos hecho y deshecho en estos años, de nuestras filias y nuestras fobias, nuestros desencantos y nuestras esperanzas. No tiene este libro (lo decimos no porque sea necesario sino para impedir malos entendidos) ni la entidad de los libros virgilianos (ni la pretende) ni su magma cultural (ni aspira Fernando Niño a que lo tenga), pero sí su alma y su ánimo: testimoniar desde el propio interior de una época (recordemos a Martí, “yo viví en el vientre del monstruo”) la totalidad espectral de su historia, con un compromiso ético que no admite la neutralidad ni la reverencia frente a los tabús, registrando sus voces fundamentales, sus conflictos, sus construcciones y destrucciones, y ante todo, el hecho de que ningún presente, por catastrófico y deprimente que resulte, anula las posibilidades mejores del futuro.

Fernando Niño no está empujado por la “voluntad de estilo” (la escritura retórica) sino por la voluntad de comunicar (la escritura comprometida). Si a alguien se parece esta obra, página a página, línea a línea, es a su autor: escritura carente de subterfugios, a contracorriente, polémica, directa, confrontadora sin temor, honrada hasta la médula.

De allí que quienes tocan esta obra, tocan una época (Whitman decía de la suya “quien toca este libro toca un hombre”), sus vidas, sus desgarramientos, sus luces; una época (ya lo sabrá ese historiador que nos aguarda en el porvenir), unos años, que no tendrán retorno posible al pasado pero sí eran portadores del futuro, no por los aciertos del chavismo sino porque nos despertó del sueño mesiánico con las pesadillas de sus afanes destructores que, como siempre, al abatirse sobre sus responsables los desalojarán de la historia. Futuro que, entonces, será mejor, no en todo, pero sí en mucho; él también tendrá sus males propios y, claro, sus bondades originales. Y este libro, acaso sin proponérselo, nos lo avisa: ¡futuro a la vista!

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En el espejo del futuro

Fernando Niño

Ilustraciones: Kees Verkaik

Curaduría: María Fernanda Fuentes

Asesor conceptual: Armando Coll

Corrección de estilo: Ángel Gustavo Infante

Diseño gráfico: Álvaro Sotillo

Edición de autor

Caracas, 2016


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