Mientras el público entra se escucha la más variada música de antaño, que acompaña fragmentos del imaginario familiar del elenco a presentarse. Hay familias bañándose en el río Guaire, un boulevar de Sabana Grande lleno de luces que me hace pensar, por segundos, que un Broadway en Caracas fue posible.

Las canciones cambian, las fotografías se rotan, pero las tres mujeres son lo único inmóvil en el escenario vacío. Son tres mujeres con mirada triste que se abrazan. Son las Tres Gracias de la parroquia San Pedro que miran inmóviles la injusticia. ¿Cuántos han sido los gritos que han debido callar las estatuas de esta ciudad?

Dicen que la primera impresión es la única que cuenta.

El teléfono suena. Un adolescente lo recoge. Da las gracias por estar vivo: cumple años un 25 de julio, el mismo día en que su ciudad cumple 450 años de fundada. Comienza entonces un viaje de confrontación amarga, de verdades reprimidas. Entonces los fantasmas de Caracas lo visitan y le responden. Le cuentan entre chismes, chistes y leyendas la historia de una ciudad cuya historia dejó de ser de ventanas y ahora es de rejas.

Moisés Rivas dirige y escribe una pieza colectiva que conmemora a la sultana del Ávila en su aniversario. Emmanuel Barroeta, Roberth Aramburo, Sthefany Marquina, Luis Ernesto Rodríguez, Mariana Tamaris, Abilio Torres, Carolina Wolf y Álvaro Rojas, con vestuario de Axel Valdivieso, hilan con danza y textos de autores contemporáneos las crónicas de Arístides Rojas, la literatura de Teresa de la Parra, entre otros pasajes de verso y prosa de autores venezolanos que muestran cómo era la Caracas del siglo XX y en qué se ha transformado. Hay sonidos del Ávila, sonidos de una selva que se vuelve metálica salvaje. Los intérpretes ya no caminan: corren a paso rápido y se agolpan como sardinas en el Metro de Caracas.

En una coreografía cuyo tiempo de duración no sobrepasa los 5 minutos, Roberth Aramburo es capaz de ejecutar con gracia increíble una danza en la que encarna la violencia, la muerte que acecha cada esquina de Caracas. Aramburo es arquero, cuna, víctima, madre y victimario al son de un violín, iluminado por una tenue luz magenta.

Se trata de un texto que no solo reconcilia al espectador con los mejores exponentes de nuestra literatura sino que también lo enfrenta con reclamos reprimidos que lo llevan a replantearse su propio papel dentro de la ciudad. La confrontación es serena pero determinante, como la de la madre que enfrenta a un hijo drogadicto, víctima de sus propios vicios. En el fondo es un profundo amor por Caracas el que mueve tanto a Rivas como al elenco a hacer esta intervención artística. Pero hay otro sentimiento: el de una juventud que añora lo que no alcanzó a vivir.

Hacia el final, cada intérprete intenta definir a Caracas, que es todas y ninguna. Una dice que tiene la moral de una puta arriesgada, traicionera, absurda, cálida. Otra la ve desde los rieles del Metro. Otro recuerda su olor a café, caraotas, plátanos y chocolate. La añoranza por lo no vivido se hace palpable y se sufre con el sentimiento con el que se extraña al amor que se fue lejos.

Solo entonces el verbo se hace carne y los versos que escribiera José Ignacio Cabrujas en 1978 advierten:

“No hay fanfarrias solemnes

Conviene recordar a veces

Que se trata de un valle y de unas gentes

Y de un lugar de paso

Que nadie vino a quedarse demasiado

Porque todos los carteles que medían la distancia

Hablaban de exilio y mientras tanto

Que las casas se entendían en los planos

Con esa facilidad de los cuadrados

Que no hubo un ser con imaginación de triángulo

Que fue un lugar de obstinados terremotos

Que Catedral fue un por decir y no una torre

Que eran hombres de prisa

Y que cualquier constancia partió de una derrota

Conviene recordar que fue ciudad de locos

Al norte de una empresa

Que entrar en ella era bajar de la montaña

Y que todo iba a ser mejor mañana

Que una cosa antes de ser, se parecía

Así la gente, así la música

Así esta historia

Siempre al norte, mientras tanto y por si acaso”.


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