Aunque el estudio de Leif Wenar se concentra en el petróleo, las tesis de su libro se refieren al conjunto de economías cuyo sustento principal es la explotación de las riquezas del subsuelo. En los capítulos introductorios de Petróleo de sangre. Sobre tiranos, violencia y las reglas que rigen el mundo (traducido por Fernando Borrajo Castanedo, Armenia Editorial, España, 2017), el autor traza un boceto de carácter planetario: la exploración del oro, el aluminio, el hierro, el litio, el estaño, el tungsteno, el itrio, el lantano o el carbotitanio –mezcla de fibras de carbono y titanio– y muchos otros minerales, tienden a inscribirse en un modelo de explotación que es inseparable del poder.

Salvo excepciones como la de Chile y Noruega, los ejemplos contrarios son inequívocos. Basta con preguntarse por el estado de la democracia en las repúblicas islámicas petroleras, en la Rusia del siniestro Putin, en la Venezuela destruida por el régimen dictatorial de Chávez y Maduro, o en los países de África donde abundan las riquezas minerales y la violencia sexual, para que sea evidente la relevancia del libro de Wenar.

Una paradoja global: cuando se revisan las tendencias planetarias de los últimos cincuenta años se constata lo siguiente: los países sin petróleo han mejorado el desenvolvimiento de sus economías y el estatuto de sus libertades. Al contrario, “los Estados petroleros no son más ricos ni más libres ni más pacíficos que en 1980”, y, en lo económico, “son más opacos e inestables que los no-petroleros”.

Hay unas lógicas asociadas a la explotación de los recursos minerales: puesto que se encuentran en el subsuelo, están siempre bajo el control del poder político. La regla es que unas pocas personas, en todos los países, se hacen del control de esas riquezas, aunque propaguen, como en el caso de Venezuela, que esa riqueza “es de todos” los venezolanos.

Las riquezas del subsuelo tienen dos características que las convierten en un bien de carácter perverso. La primera: es muy difícil controlar cuánto se extrae. La práctica de reportar menos de lo que se extrae es indisociable de la economía minera. Y, lo segundo, es que los minerales, sobre todo en nuestro tiempo, se transan por dinero de forma instantánea. A medida que el conjunto de la economía del planeta se vuelve cada vez más dependiente de los minerales –la producción de computadoras, teléfonos móviles y tabletas, por ejemplo– los minerales adquieren un carácter cada vez más urgente y estratégico.

El que el petróleo y el resto de los minerales puedan transarse de forma tan veloz por montañas de dinero constante y sonante, está en el nudo causal de dos hechos: la tendencia de los poderosos de los países petroleros a destruir las democracias e instalarse en el poder de forma permanente. Y, en asociación con lo anterior, al ejercicio de la violencia en todas sus formas y extremos. Como ocurre en Venezuela: los países petroleros desarrollan poderes ávidos, adictos al efectivo, al dinero listo para ser gastado, despilfarrado.

Cuando se analizan los señalamientos que vinculan a los Emiratos Árabes y a Qatar con el financiamiento del terrorismo; cuando pensamos en petro-dictadores como Saddam Hussein, Muamar el Gadafi y Bashar al-Ásad; o cuando leemos de la atroz realidad de la República Democrática del Congo, donde ocurren 400 mil violaciones al año, producto de las luchas armadas entre quienes se disputan el control de las riquezas minerales, es posible arribar a una conclusión: hay un vínculo inequívoco y terrible entre violencia y petróleo, entre violencia y minerales.


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