Dos de septiembre

Cuido una tumba etrusca arrastrada por la tempestad a las costas del Caribe.

Sellada, pasando el tiempo sin mella en su mármol veteado a pesar de los saqueadores. Marineros ávidos de triturar huesos con los que lucho a brazo partido sobre la arena. Sus torsos desnudos anclados al nervio de un monstruo codicioso.

Una casa lejana también oculta otro tesoro, el que más deseo aunque no custodio. Un amor, pequeño como un perfume, perdido en su propio devenir.

Harto de los ladrones con hedor a lengua de salitre, abandono la tumba y también mi juramento a su memoria de lengua antigua para irme a la casa del deseado. Allí me tienta el deber de proteger el preciado sarcófago que siento como propio, pero el aroma del deseo me envuelve como una anaconda que no Perdona.

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Fort Dauphin

El pequeño puerto como testigo, ocho pilares sobre el agua. Tinieblas en torno al barco iluminado y las montañas de un sueño carmesí como fondo a la bahía.

En este lugar, lejano al calor de otra lengua, la caricia de una mano o cualquier otro gesto, purifico mi soledad. Castidad prometida al paisaje. Dios absoluto de mi sacerdocio, Padre y Señor de mis instantes. Me desplazo sobre las colinas agitando las banderas de tantos rincones como pabellones de memorias.

Ruego a mi Dios por un momento poderoso y sacro que me envíe en un soplido a las márgenes de un río absoluto donde las imágenes de mi transcurrir puedan verse flotar por las tardes sobre las oscuras aguas.

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Montevideo

El mar es una inmensa quiniela, quietos sus números en olas detenidas. Los fantasmas reclaman el billete sorteado apoyando nerviosos sus codos invisibles en el antiguo mueble de mármol y cenizas por donde se asoma un viejo camarón para escrutar miope el billete. El ganador volverá de las profundidades con su maleta de algas al premio de sus antiguas habitaciones. La suerte del premiado lo llevará a deambular por sus antiguos palacios aún en pie. Paseará su ectoplasma entre columnas y añejos cortinajes para disolverse lentamente en la gelatina del tiempo. Otros de peor suerte lograrán acertar, pero la vuelta al hogar solo les devolverá un quintal derruido donde se conformarán con recordar eternamente el rosa del papel tapiz de las paredes pardas que triangulan desolación.

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Historia del fragmento

Trayectos enteros regulados por una geometría específica definían el panorama de la ciudad. Rectángulos, círculos y rostros paralelos proporcionaban los detalles para su geografía de conjunto.

Así sea, dijo una voz desconocida pero profundamente urbana en intención. El designio no tardó en manifestarse; seres, objetos y edificaciones estallaron de pronto en línea, superficie y volumen, dando paso a retorcidos fragmentos, azúcar del barroco. Ríos de cornucopias y puentes de enramados blasones junto a apellidos de piedra pasaron a dominar, como consecuencia del súbito cambio, los espacios y formas de antecedente geométrico.

Sobre una cornisa herida se asomó el último de los aburridos, saltando sin miedo sobre la nueva geografía. El reino en ciernes del fragmento permitía una nueva asunción del tiempo a la que todos los habitantes del hastío acudían confiados, esmerándose en lograr complicadas contexturas.

El último de los aburridos casi había logrado convertirse en un complejísimo helecho, carne de piedra, voluntad churrigueresca cuando el sol, persistencia circular de tantas eras, rompió su cáscara de fuego y luz, desparramando con beneplácito un follaje en contorsiones abrasadoras sobre la ciudad del plateresco. El nuevo orden había por fin comenzado y su denominador común era el fragmento.


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