El café del Círculo de Bellas Artes de Madrid es un monumento al kitsch; me recuerda la estética del cafetín de la Universidad Católica Andrés Bello en los ochenta, en el que enseñoreaban las emblemáticas patillas, cambures y piñas de ese injustamente olvidado artista que era Graziani. Sin embargo, tomarse una copa de Ribera del Duero bajo los insólitos frescos del café y junto a la estatua yacente de una quizá ninfa, de muy sensual mármol, siempre es un placer si estás bien acompañado. Porque el café del Círculo ya, después de tantos años, es un lugar entrañable, querido e ineludible en el mapa cultural de la capital de España. Y mejor con la compañía del polímata José Esteban (Sigüenza, 1937), una de las personalidades de Madrid que todo viajero, curioso o recién llegado debería conocer si es que de verdad quiere consustanciarse con la ciudad, con la cultura madrileña de los últimos 60 años, con sus calles, sus bares, sus museos, sus libros y su bohemia.

Tuve la suerte de llegar a él como fraternal presente del novelista J. J. Armas Marcelo quien, la primera vez que nos vimos, me emplazó: “¡Tienes que conocer a Pepe Esteban!”. Generoso obsequio, porque Pepe –como lo llaman sus amigos– es poeta, novelista, ensayista, paremiólogo, lexicógrafo, crítico, columnista, fundador de editoriales y galerías, apadrinador de ideas, comunista de verdad, azañista melancólico, ateneísta escorado y bohemio; siempre dice de sí mismo, con tranquila eutrapelia, que es un “vago muy trabajador”. Y tanto. Podrá comprobar esta rara forma de pereza todo aquel que pase por la Biblioteca Nacional o a la Biblioteca del Ateneo de Madrid –que dirigió, por cierto, durante varios años–: lo verá allí, sentado, leyendo, anotando, buscando un dato remoto que solo él sabe dónde hallar. A él no le gusta que lo diga, pero yo creo que me he topado con un sabio en el sentido más estricto: la generosidad da la sabiduría y la firmeza de las convicciones. Poco amigo de la afectación en el carácter, que en el fondo es hipocresía que disimula la ignorancia y la mala educación, su paladar es muy refinado: generalmente, cuando se almuerce con él, es preferible seguir su criterio y pedir lo mismo: siempre acierta, siempre. No de balde es autor del famoso Brevario del cocido y de un Breve diccionario de ventas, mesones, tabernas, vinos, comidas, maritornes y arrieros en tiempos de Cervantes: pues no es la gastronomía la última de sus aficiones.

Tal vez debí haber comenzado este texto proclamando la mayor: José Esteban es, ante todo, un experto galdosiano, un devoto de don Ramón, de RAMÓN y de Juan Ramón; y un orgulloso discípulo de José Bergamín, al que llama “mi maestro”, porque desde que el mundo es mundo todos los maestros han tenido a su vez maestros queridos, y saben reconocerlo: ya lo dijo el puntualísimo y sociable Kant en su momento: solo un genio es capaz de reconocer a otro genio.

Se preguntará el lector por qué aún no he enumerado los libros de José Esteban: no es egoísmo ni ignorancia; es torpeza, quizá, y asombro; porque, ¿por dónde empezar la bibliografía de un autor de más de 80 obras? Yo me quedo con lo más cercano quizá para él: su ya canónica novela El himno de Riego, un canto a la libertad pura, obra preferida de Adolfo Suárez; y con estos versos hermosos, que vienen de lejos, de la infancia: “Coleccionista como soy de ríos, / amo al Henares y lo recuerdo / junto al Sena, en París. / Y al lado del Moscova, y en la orilla / del Hudson, lo recuerdo y añoro. / Todos ellos son verdaderos ríos, enormes, caudalosos, / implacables en su marcha hacia el mar. / Solo tú, humilde Henares, vas a morir / en el Jarama, que luego vierte al Tajo / tus aguas al océano. / Sin embargo algo tienes / y cantado fuiste por Cervantes / que como yo nació en tu orilla / y te distinguió para siempre / entre todos sus ríos y vio muchos”.

Mientras saboreamos ese Ribera del Duero en el café del Círculo de Bellas Artes –también nos acompaña el crítico ecuatoriano Wilfrido Corral, sagaz lector de la literatura hispanoamericana contemporánea– Pepe nos confía un agudo hallazgo que acaba de hacer en la Biblioteca Nacional, una analogía que revela numerosas coincidencias –porque la literatura es un continuo encuentro–; y cuando le pregunto si se ha topado con este descubrimiento por casualidad, me saca de inmediato de mi error y sentencia, castellano, lleno de humor y razón: “Cuando lees, no hay casualidades”. No; no las hay. Porque la lectura es el arte de juntar los caminos por senderos por donde nadie más ha sabido buscar. Y con la escritura, esos caminos se pavimentan de ese tiempo que llamamos obra. La obra vasta de un autor generoso y, ahora, a sus ochenta años, llena de lecciones de vida y curiosidad.


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