El pasado 21 de noviembre la Asociación Internacional de Críticos de Arte, Capítulo Venezuela y el Centro Cultural BOD organizaron el II Encuentro de la Crítica de Arte, en homenaje a Francisco Da Antonio. Participaron María Luz Cárdenas, Roldán Esteva-Grillet, Lorena Gonzalez, Víctor Guédez, Carlos Maldonado-Bourgoin y Bélgica Rodríguez. La moderadora fue Susana Benko. A continuación, ofrecemos la ponencia de Lorena González Inneco, curadora, docente, escritora, crítica e investigadora de arte contemporáneo.

CRÍTICA EN TIEMPOS DE CRISIS O CÓMO VOLVER A MIRAR CUANDO LLEGUEMOS A ÍTACA

Siempre en la mente has de tener a Ítaca.

Llegar allá es tu destino.

Pero no apresures el viaje.

Es mejor que dure muchos años

y que ya viejo llegues a la isla,

rico de todo lo que has ganado en el camino,

sin esperar que Ítaca te dé riquezas.

C.P. Cavafy

Primera estación: Recortar la marcha. Cartografías alteradas

Antes de comenzar este texto me gustaría aclarar que son muchas las vertientes que se unen aquí. Su punto inicial parte del intento por vislumbrar un camino para la crítica de arte en contextos de crisis profunda como el que vivimos en la Venezuela actual. Esto implica rodear o atajar una gran cantidad de eslabones no conectados que de forma inevitable modifican el discurso, llenándolo de las aristas que esos mismos contextos dibujan en el sinuoso recorrido que ha atravesado el desarrollo de las artes visuales en nuestro país. Para no detenernos en ejemplos que ampliaré más adelante quisiera empezar por comentar que la última década en las artes visuales venezolanas ha construido significativos puntos de quiebre para el ejercicio de la crítica. Aunque los desniveles se han rizomatizado en varios movimientos fundamentales que representan un cambio drástico en las estructuras de la percepción y el pensamiento –caos institucional, deficiencias presupuestarias, disminución tanto de los espacios expositivos como de los espacios legitimados de escritura y confrontación razonada, suspensión de publicaciones, ausencia de colecciones y de programación estudiada de proyectos expositivos–, estos desvaríos también indican desde su propia discontinuidad el curso o el surgimiento de nuevas aproximaciones de análisis a ese objeto considerado “arte”.

Frente a estas rupturas y como consecuencia inevitable la crítica se ve de algún modo obligada a reconducir sus preguntas: ¿podríamos definir un modelo único para el análisis en este convulso tiempo de nuestra contemporaneidad? ¿Depende el desenvolvimiento de la crítica de una mirada autónoma sobre el objeto del arte o también está inevitablemente herida por los modos contextuales que la hospedan y la hacen ser lo que es? Cuando todo se derrumba, cuando la institucionalidad se trastoca o los ejercicios se desvanecen, tal vez es inevitable comenzar a preguntarse ¿de qué vamos a hablar, de qué podemos o debemos hablar?

La crítica en entornos vulnerados pareciera tener que dialogar con otras resonancias más allá del objeto artístico. Durante el tiempo que me tocó llevar adelante la columna de artes visuales de El Nacional muchas veces tuve que detenerme a hurgar en los distintos problemas ocasionados por la parálisis institucional sufrida por nuestros museos frente al adoctrinamiento político y las oscuras líneas que el estado cernía sobre ellos. Uno de los asuntos capitales que siempre me preocupó fue justamente el vacío historiográfico, espectro silente que surgió como consecuencia directa de la desviación y desorganización por parte del estado de los tres ejes fundamentales de esa institucionalidad: el perfil de investigación, la programación expositiva y las políticas de adquisiciones. El correcto funcionamiento de estas tres aristas es el encargado de develar el camino –exitoso o no– que pueda tener una gestión. Ese testimonio es asentado por las publicaciones y la colección, y es el proceso necesario que en un tiempo prudencial debería renovarse para que una nueva investigación amplíe las miradas de los logros o nutra los vacíos que un desempeño anterior no pudo solventar. Eso tiene muchos años sin suceder en nuestras instituciones.

Otros de los flagelos han sido los cambios de ruta de la producción y la diáspora de los creadores no solo del territorio nacional sino también de las salas oficiales. Tal vez nunca como ahora se hayan levantado en nuestro país tantas interrogantes sobre los lugares de exhibición del arte. Las causas: la consecutiva cadena de movimientos, variaciones, intervenciones, retiros, suspensiones, reconfiguraciones, silencios y renovaciones que han experimentado los museos venezolanos en los últimos quince años, entronizados no por una revisión real de sus necesidades, de los requerimientos del público o de las demandas del arte en general, sino por una desmedida conglomeración de líneas políticas partidistas, conectadas con las intenciones de un proyecto político tan hegemónico como totalitario que ha sido incapaz de leer el verdadero centro diverso y plural del arte de su país. Bajo el lema de la “democratización cultural” durante el primer quinquenio del siglo XX, se anuló la autonomía para los museos como centros de acción cultural. En el orden administrativo todas las instituciones perdieron la posibilidad no solo de gerenciar sus capitales, sino incluso de recibir aportes de fundaciones y empresas privadas que pudieran cristalizar los proyectos en curso. En el orden estructural se cuestionaron los roles de los trabajadores, se abandonaron las infraestructuras y las líneas de investigación, para finalmente congelar las políticas culturales.

Recordemos que esta variabilidad en torno a las líneas programáticas de los museos y al carácter propagandístico de las mismas se ha acentuado en distintos períodos según la línea ministerial en curso, paralizando en cierta forma la exhibición continua de la producción contemporánea nacional. Frente a ello, un buen número de galerías y nuevos espacios expositivos se han hecho presentes, otorgando visibilidad a un relevante grupo de artistas venezolanos de diversas generaciones, que de lo contrario no podrían confrontar su trabajo artístico con el público. En esta confusa paradoja no todo queda ileso. Los valores y la historia real se alteran en tanto que los sentidos se bifurcan. En el aspecto institucional los museos se están perdiendo gran parte de la producción más reciente del arte venezolano, mientras que en los espacios no oficiales resulta complejo seguir sosteniendo el registro, la documentación y la legitimación de las propuestas que se exhiben.

Unido a ello, la llamada “fuga de talentos”, experiencia terrible de auto-desalojo tras una mejor calidad de vida, que padece nuestro país desde hace varios años y que se acentúa cada vez más, también ha hecho sus estragos en los terrenos de las artes visuales. Una amplia cartografía de desplazamientos ha reubicado a distintas generaciones de creadores fuera de nuestras latitudes, trasladados por obra del desasosiego en el momento en el que tal vez iniciaban el asentamiento de sus estrategias discursivas y asumían el riesgo de materializar sus apuestas formales y conceptuales en bienales, salones, muestras individuales y aventuras colectivas a nivel nacional.

Los tiempos cambian. Los comienzos del nuevo siglo apuntaban a una necesaria reestructuración de los perfiles de nuestros entes museísticos y también a la ampliación de la identificación o apropiación de los públicos con ellos. No obstante, prevaleció en las líneas estatales el desconocimiento absoluto de los logros anteriores y la ingenua creencia de que era posible cambiarlo todo para empezar de nuevo. En lugar de profundizar, ajustar y afinar los modelos gerenciales que habían capitalizado con buen pie los finales del siglo pasado, la visión extremista debilitó, hegemonizó y finalmente diluyó casi por completo la potencia y el movimiento de todos los actores que hacían vida en la prolífica escena de las artes de décadas anteriores.

Para el investigador heredero de otros tiempos, el encuentro con las bases arruinadas, los logros sin asiento y los esfuerzos diluidos, reconstruyen una secuencia de dislocadas temperaturas que signan y suelen llevar el ejercicio crítico hacia otros pasajes. Una de las situaciones más complejas que existen en la escritura crítica es tener que asumirla en contextos de grandes fracturas.

En la Venezuela de hoy el surgimiento de los espacios expositivos no oficiales unido a la economía de medios ha sido el eslabón que ha caracterizado la producción artística más reciente. Del mismo modo, un gran cúmulo de trayectorias se van inscribiendo en el olvido, solapadas por aquellos tópicos del mercado donde se enfatiza el interés exclusivo por los grandes maestros: Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez, Alejandro Otero, Gego, Manuel Cabré y Armando Reverón, entre otros, o por las propuestas más jóvenes del arte contemporáneo, obteniendo como resultado un conjunto de tramas estilísticas, consideraciones especiales, tendencias colectivas, protagonismos efervescentes y omisiones continuas que también forman parte del complejo panorama que nutre e inquieta la labor del crítico. Tiempos, extensiones, diálogos y combinaciones van estableciendo diferentes formas de elaboración y matices respectivos en cada mirada, así como distintos tipos de trabajos de escritura que se van caracterizando en el recorrido.

Segunda estación: Mirar la brújula. Volver sobre bitácoras anteriores

Para explicar estos cruces basta citar algunos episodios y ponerlos en confrontación. Cuando trabajaba en el Museo Alejandro Otero a finales de los años noventa, recuerdo un llamado de emergencia que ocurría cada cierto tiempo. La alarma sucedía cuando el crítico Juan Carlos Palenzuela entraba. Alguien lo recibía mientras el teléfono repicaba desde la Dirección de Extensión: ¡Bajen de inmediato con todos los catálogos! Corríamos, movidos por el orgullo, el miedo y el honor de tenerlo en nuestras salas. Le dábamos los libros como pequeñas ofrendas, conversábamos con él, respondíamos sus preguntas.

Hoy en día cuando hay catálogo es necesario suplicar. Si uno está cansado de limosnearlo se amarra el orgullo y lo compra, para no pasar una vez más por la pregunta y las respuestas de yo no sé, déjame ver, es que tú sabes como están las cosas… Como la mayoría de las veces el catálogo no existe, entonces hay que convertirse en fotógrafo con la cámara del celular, registrar las piezas y los rótulos porque no hay listas de obras sino para la venta. Hay que tener batería y estar pendiente; luego hay que volver a entrar para recuperar la atmósfera general de la muestra ya lapidada por tanto encuadre y tanta imagen borrosa y tanto ¿se leerá?, aquí no se ve el título, me comí el texto, qué problema…

Tendría uno que imaginarse lo que escribiría Palenzuela luego de llegar a su estudio con un bolso lleno de postales y papelitos, con el buzón de correo atiborrado de imágenes que no tomó, con textos de presentación llenos de errores e inútiles gacetillas de prensa. Pero también es necesario comentar que no es la primera vez que en nuestra historia visual la situación se relata angustiosa, habría que recordar las reflexiones que a finales de los años sesenta sostuviera Roberto Guevara –uno de nuestros mejores modelos dentro del campo– cuando insiste en la deficiencia que padecía la deliberación y el estudio sistemático de las artes visuales locales. Apunta en varios de sus textos que el principal daño lo ocasionaban críticos ocasionales, quienes lejos de promover mayor interés y acercamiento al fenómeno artístico, entorpecían una clara visión en el amante del arte. Para Guevara, “abundan en este tipo de trabajos la emoción subjetiva, la especulación lírica carente de bases, la estéril y tediosa minucia biográfica llevada casi a un absurdo de erudición banal”.

Si visualizamos el panorama que rodea sus preocupaciones también encontraremos conexiones no solo con el tiempo que le tocó vivir –una de las peores crisis sociales e institucionales de la Venezuela post-dictatorial– sino con nuestro presente. Es necesario recordar que una buena parte de la crítica latinoamericana de la primera mitad del siglo XX fue una palabra desconcertada entre la evasión y el compromiso, la libertad y la opresión, la originalidad y la copia. En el caso venezolano, el duro golpe que significó ser gestores de la saga independentista y sufrir casi de inmediato la larga dictadura de Juan Vicente Gómez, conformó un estado de alerta en nuestro pensamiento intelectual frente a esa necesidad de superar las precarias condiciones de una emergencia constante y de un país siempre al borde de la opresión militar.

Escritores como Mariano Picón Salas, quienes además padecieron el período perezjimenista posterior al gomecismo, no escatimarán esfuerzos en diseñar una selección e ilación de escritos y ponencias, reflexiones y tratados, primeros planos y generalidades empeñados en la lectura de ese extraño punto donde se sembró la esclavitud perenne de la compleja situación nacional. En el caso de la plástica tal vez sea Marta Traba quien con mayor firmeza profundizó desde el análisis de las artes visuales en los difíciles territorios de la condición latinoamericana.

Reuniendo transversalmente algunas circunstancias podríamos afirmar que los abusos de poder, las crisis sociales, los períodos de opresión y persecución con su consecuente desvanecimiento de la institucionalidad, la censura y la migración del ejercicio y el desarrollo natural de una comunidad de productores, gestores, difusores, conservadores y espectadores de la creación, propician desempeños particulares del ejercicio crítico donde de alguna forma resalta la superposición de estilos y la mezcla entre crítica, crónica, diario y ensayo. Frente a situaciones borrosas que necesitan ser contadas de otra manera, parece surgir el diálogo constante con otras disciplinas donde además de confrontar los linderos de una mirada focalizada en la obra se vuelve necesario observar al detalle los lugares en donde esa expresión se ha manifestado.

Para el humanista español Pedro Aullón de Haro, quien en su libro Teoría de la crítica literaria realiza una estructurada clasificación de las diferencias, objetivos, cercanías y distancias presentes en la ramificación de los géneros escriturales desprendidos de la teoría y la crítica, es de gran valor el considerar frente al análisis de cualquier texto el sistema de relaciones que componen y consolidan su aparición dentro de una comunidad de lectores. Al respecto apunta literalmente: “el Texto es un objeto producido en y lanzado al Mundo”. En este sentido, pareciera necesario encontrar algunos rasgos pertinentes dentro de nuestra historia crítica sin dejar de lado el análisis de los contextos en los cuales se produjeron determinados textos sobre el arte o la creación en general, así como el entorno que conformó las reflexiones críticas que repararon en ellos. La historia de la crítica encierra de algún modo un camino de novísimas y relevantes posibilidades si atendemos a ese llamado “global” del texto al que apunta Aullón de Haro: un conjunto de traslados y enlaces que posicionan el hecho crítico en el más allá de un objeto cronológicamente separado del ahora del análisis. Un camino donde quizás los puentes tendidos entre uno y otro espacio puedan revelar la potencia creadora y filosófica de la obra, así como su posibilidad de existir en detrimento del tiempo y el olvido.

Del mismo modo, para Walter Mignolo en su estudio “Los cánones y (más allá) de las fronteras culturales”, el ejercicio interpretativo de un conjunto de modelos –en su caso literarios– debería contemplar no solo el aspecto vocacional que los valida como textos relevantes dentro de una comunidad de lectores, sino los términos epistémicos que revelan las condiciones sociales e históricas a partir de las cuales el sujeto que los agrupa entreteje relaciones con respecto a estos discursos.

Para volver al cauce sobre el objeto de la crítica, hay que observar de dónde debería partir su sentido y entender sus posteriores desviaciones. Ante ello debemos recordar los tipos de modelos discursivos que en líneas generales se encuentran dentro de ella: en primer lugar la historiografía, la monografía y la antología como trabajos que conforman documentos amplios donde etapas, movimientos y prioridades van estableciendo el canon del desempeño artístico. Este panorama universalista, esta aproximación panóptica atiende con especial ahínco a los contextos generales y al conjunto de demandas que posicionan la validez de determinados intervalos. A este talante enciclopédico siempre se le adjudicará la legitimidad de la historia con todas sus sombras y verdades. Sus relatores serán aplaudidos por organizar e incluir y abucheados por lo contrario.

En otro nivel nos encontramos con el ensayo curatorial como aquel conjunto de consideraciones que sustentan y afinan la pertinencia del ejercicio expositivo y sus protagonistas; alocución de ideas, reflexiones y encuentros, traducción de las innumerables correspondencias entre las intenciones del autor, la obra, el espacio museográfico y el espectador. De extensión menos amplia, este texto en perspectiva asume los riesgos de poner en juego grupos simbólicos o creaciones concretas de un solo productor. Según sus niveles de profundidad y estudio refrenda los caminos recorridos por una colectividad e incluso puede iluminar las veladuras que deja el canon, retomando valores no catalogados o redefiniendo los juicios que prescribieron formas, personalidades y períodos.

En el intersticio despunta veloz, agazapado y transitivo ese discurso que es tal vez una de las labores más exigentes y menos vistosas de la crítica. Ese que nos compete en estas reflexiones y el que más tentado se ve al desvío que le inoculan las demandas del contexto: el comentario semanal que se construye en una columna de opinión. En él repican los avatares de un día a día convulso, se debaten los apuros, las certezas y desvíos, los aciertos y equivocaciones. Restringido a 550 palabras tiene la responsabilidad de construir a contrapunto, de ser atractivo para un público vasto, de convertirse en ese ojo avizor que explora al detalle y se cuela por entre las vértebras de una constante transformación. De su desempeño se quejan varios, mientras otros se afirman. De sus visiones emplazadas por una suerte de tiempo real que debería incluir qué, cómo y para qué se mira, se van desprendiendo las diatribas de una palabra tan poderosa como efímera: universo infinito de todas las posibles consideraciones que una exposición y la movilidad de las contingencias políticas, sociales y económicas que la rodean, pueden generar en el ejercicio único de una compleja y vinculante experiencia espacio-temporal.

Tercera estación: Verificar la órbita del propio itinerario

No obstante y a pesar de las estructuras que demandan ciertos modelos de escritura como los comentados, la crítica en contextos críticos pareciera desviarse inevitablemente hacia el diálogo con las resonancias de su entorno, aunque intente no perder la línea general de una observación cualitativa donde todo conjunto de piezas (ya se trate de una muestra individual o colectiva) organizadas en el espacio museográfico (cualquiera que este sea y de las dimensiones que tenga), persiguen un fin determinado: extender hacia el espectador y a través de la obra, las posibilidades sensibles y materiales de las batallas, los deseos y las preocupaciones de un artista o de un colectivo.

Estos nexos pueden tener un desenlace feliz y engranar un esmerado cometido entre sus anhelos y la concreción definitiva de su puesta en escena; o al contrario, tomar un curso donde algunos de los elementos interrumpan parcial o totalmente la comunicación esperada. Entre estos dos extremos distantes se desplaza el universo infinito de todas las posibles consideraciones que una exposición puede generar desde el ejercicio único de su visibilidad y hacia la escritura posterior que se levanta con sus propias conquistas o precipicios.

Desde mi propio ejemplo debo recordar en este encuentro que en ocasiones me correspondió dedicar esas 550 palabras en la prensa nacional a “no” reflexionar sobre los procesos relacionales del arte contemporáneo o el papel de la retícula moderna en la escena latinoamericana. En algunos casos, como si de comienzos del siglo XX se tratara, debí retomar terminologías como ¿qué es una colección de arte? o ¿qué es una obra, un curador y un museo? Todo ello gracias a decisiones ministeriales que aún significan un duro y sostenido número de agresiones contra el patrimonio nacional.

Tampoco puedo olvidar más allá del carácter pedagógico las crónicas de mi propio desasosiego y el inmediato giro de la escritura crítica hacia otras narrativas. Recuerdo en especial aquella carta que dirigí a Carlos Zerpa en ocasión de su muestra individual Espinas de acero en la Galería D’Museo, me cito a mí misma:

“Querido Carlos: la columna de hoy es una carta. Una corta misiva, porque el espacio no me deja desandar otros asuntos más allá de todas esas cosas que quisiera decirte. Tengo unos cuantos años en este limbo terrible, en las miserias de un país que conocía, que me formó y que me hizo la persona que soy hoy, un peregrino lugar donde me encuentro y me pierdo constantemente. Miro tu exposición y siento una extraña nostalgia cargada de beneplácito. A ver, la nostalgia apunta por una muestra que esperaría estar mirando en una de las salas del Museo de Bellas Artes o del Museo de Arte Contemporáneo de esta ciudad tan extraña, tan ciega, tan plagada de vagos infortunios. El beneplácito es saber y sentir que a pesar de esos espacios sellados y pusilánimes tú estás aquí, en un lugar alterno, haciendo tu trabajo, entorchando con sana ironía las variables de un mundo atroz y servil”.

También quisiera traer a colación aquellos textos que surgieron luego de recorrer algunas muestras en los museos nacionales, paseos que desajustaban con fuerza mis fines críticos:

“No sin melancolía camino cada cierto tiempo desde la estación de Bellas Artes hacia la ruta que lleva a los museos centrales de la capital. Aunque intento adaptarme a las transformaciones, el encuentro con esas calles tan mías pero tan otras se manifiesta en mi mirada. Deseo evitarlo, pero no puedo. Como un prófugo de su propia nostalgia lucho con el desplazamiento de esa turbación soterrada, de ese escozor que va recorriendo el cuerpo en cada cruce con los espectadores, con los espacios y sus custodios, con los paseantes desconocidos. Espero con ansias que no se note, que no aparezca en mi gesto esa añoranza anclada en los referentes de la juventud, en aquellos tiempos de narrativas visuales que tanto significó.

A veces, incluso, siento que las paredes me señalan como si supieran lo que estoy recordando. Para evitar esta persecución me desplazo más rápido, con lo cual sudo después de la cuarta o quinta sala. En ocasiones paso de la conmoción al hastío y todo me aburre. Atrapada por el desgano quisiera –a lo Lispector– enterrar los vituperios reflexivos de la crítica con un taxista que girara sin parar por la Avenida Lecuna y la México, y tomarme unas cuantas ‘Cubalibres’ para hacerlo más local e irónico, mientras le damos vueltas a la citada manzana del nuevo Hilton, del nuevo Ateneo, del nuevo MBA, de la nueva GAN, del nuevo todo”.

Cuarta estación: Contemplar la bóveda. Encontrar señales más allá de los límites

Es necesario apuntar que esta fractura institucional en el cambio de milenio, así como las desviaciones surgidas en el curso posterior del arte contemporáneo, no solo tuvieron lugar en nuestra cartografía con la máscara política, totalitaria y populista que ya hemos comentado. Es importante observar que el inicio del tan esperado siglo XXI pareciera haber estado asaltado por verdaderos errores humanos en episodios tan contundentes como el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 y otros eventos de renovación de la barbarie que han brotado en los nuevos fundamentalismos que plagan hoy en día varias zonas de la geodesia mundial, viniendo a silenciar por completo –incluso en la producción cosmopolita– ese arrebato desobediente de antaño, ahora desfigurado y desnudo frente a una verdadera tragedia de lo real que superó y que sigue superando con creces la capacidad de discusión y los límites de la facultad crítica.

Nos encontramos en la actualidad ante cierto sabor de verdadero desencanto que inunda la producción creadora: huellas, marcas, bosquejos que ya no vuelcan sus maniobras hacia el cuestionamiento disonante frente a todo lo que circunda –mercado, leyes, acuerdos sociales, planes de estado, desigualdad, secretos del poder, estrategias formales y conceptuales del arte–, ahora la disonancia general del mundo en su carrera de auto-exterminio y barbarie propicia la manifestación de una obra de arte que surge como secuela de retazos y fragmentos, como necesidad de vínculo, como revelación de memorias perdidas y catarsis de interpelaciones persistentes que tanto artistas como críticos continúan haciéndole a un vacío que parece no dar respuestas.

Frente a ello un nuevo movimiento azuza con ahínco las trochas de la producción artística y de la palabra crítica. Junto a la debacle del nuevo siglo hemos visto multiplicarse los asombrosos caminos emprendidos por el creciente mercado del arte; ya no como una figura independiente que opera al alimón del posicionamiento tradicional del Museo como legitimador oficial, sino más aún como una fuerte estrategia de intercambio económico, cuyo periplo se está consolidando a través de una oferta/demanda de cifras nunca vistas que cada vez más determinan lo estimable y lo despreciable, lo protagónico y lo transitivo, lo que es y lo que no es arte.

Durante el 2017, ART BASEL en el Miami Beach Convention Center se levantó y se sigue consolidando como uno de los puntos cardinales del arte contemporáneo. Alberga más de 250 galerías de todo el mundo en exposiciones que extienden solo-shows, conferencias, películas, apuestas curatoriales y editoriales, publicaciones y discusiones teóricas. Allí, Estados Unidos junto a países de Latinoamérica, Europa, África y Asia asientan sus políticas e investigaciones con respecto al arte de la contemporaneidad. No bastando con ello, a los miles de metros cuadrados de este evento se le suman una gran cantidad de ferias alternas que reúnen un amplio número de propuestas en toda la ciudad.

¿Pero qué representa esta movilización cada vez más prolífica en torno al mercado como nodo central de los lineamientos de la creación? Ya en 2008 la sociólogo e historiadora de arte, Sarah Thornton, publicará su libro Siete días en el mundo del arte, una crónica profunda sobre esa inclinación particular que las propuestas artísticas han tenido desde los años ochenta hasta los inicios del siglo XXI, un campo donde efectivamente la compra, los números y los niveles de una demanda inagotable determinan una cartografía inédita para el desarrollo del arte actual; espacio febril donde la galería, la subasta, la feria, las bienales y los salones reescriben forasteros protocolos en torno a las relaciones tradicionales del artista, la obra, el museo y el espectador.

En medio de la dinámica, de las presiones, de los pulsos cambiantes de una historia tan pomposa como privativa, el artista y en consecuencia la crítica, se debaten confundidos y agobiados por esta aventura del arte contemporáneo que se ve asediada bajo las contradicciones y exigencias del mercado, en las interrogantes de un pasado todavía sonoro y frente a los vaivenes de un futuro incierto, controlado a su vez por sistemas de producción, exhibición y permuta capaces de absorber y digerir en poco tiempo cualquier instante de confusión o lucidez. En este sentido el propio Luis Camnitzer en una entrevista publicada en Artishok en el año 2013, confiesa su necesidad de retirarse del mundo del arte. Considerado como uno de los conceptualistas latinoamericanos más aguerridos de nuestro tiempo, Camnitzer destaca por su asertiva insistencia en la desestabilización de los sistemas de poder, convirtiendo a la obra en la irradiación didáctica de un pensamiento crítico-liberador. Sin embargo, desde el año 2000 con la Bienal de Whitney y después con Documenta se vio atrapado por el mercado. Ante esto manifestó: “No hay ningún lugar limpio. Si quieres comunicarte necesitas un cierto poder. Cuanto más poder tienes generas una caja de resonancia más grande, más efectiva, y ahí es donde está el peligro: que en algún momento te puede gustar más la caja de resonancia que lo que quieres decir. Es ahí donde tengo que tener cuidado”.

Para Camnitzer el arte en el siglo XXI se ha consolidado con mucha rapidez en base a lo que él denomina una civilización gobernada por los neo-feudalismos. Con esta máxima se refiere a pequeños grupos de inversionistas que multiplican de forma asombrosa sus capitales y que han comenzado a guiar el destino del arte, personalizando estrategias donde incluso la colocación en comodato –dentro de los museos más importantes– de piezas compradas en las grandes ferias, garantiza el crecimiento historial de las mismas y su legitimación institucional.

A este modus operandi similar al desenvolvimiento monárquico del arte previo a la modernidad, le siguen cuestionamientos y situaciones paralelas que complican aún más la definición de una línea coherente dentro del estallido. En el texto ya citado, Sara Thornton acentúa los problemas que las grandes casas de subastas enfrentan ante la escasez de las obras de los grandes maestros y la necesidad urgente de modelar nuevos artistas ejemplares para el gran mercado. Entre tanto creadores de trayectoria, como Jhon Baldessari, aseguran con ironía que en el futuro la humanidad se dará cuenta de que este furor basado en la adquisición de una gran cantidad de papelitos, collages y piecitas va a evaporarse con rapidez, pues no sirven para nada.

Máscaras, artificios, revelaciones, trucos y certezas son algunas de las claves que transitan en veloz movimiento por las vertientes de ese campo activo que nuestra época abre para el intercambio económico a través del arte. Paradójicamente, en un mundo con cada vez más dificultades económicas, políticas y sociales, las artes visuales parecen haber entretejido un mecanismo inédito donde la manifestación de lo intangible despunta como uno de los bienes más cotizados de los últimos tiempos.

No obstante, el arte está allí y a pesar del desafuero sigue consolidando sus caminos, logrando en la mayoría de los casos no perder el desempeño sensible que lo convierte en una entidad multiplicadora de sentido. Quizás la gran pregunta conveniente sería: ¿qué es lo que compra la gente, qué quieren, qué necesitan? Si proyectamos un vuelo raso sobre los artistas más buscados y las piezas más cotizadas nos encontraremos con un enclave crucial: fragmentos, retazos, archivos, pesquisas, testimonios personales, dudas… Brota un arte que se pregunta por sí mismo y que, carente de aseveraciones, tan solo refleja los dolorosos quiebres de un mundo que dejó de ser para todos, de sociedades que, ante la posibilidad del progreso que impulsó los avatares del siglo XX, se ha encontrado con la compleja debacle de todo lo conocido. Tal vez perdidos, exilados dentro de nuestros contextos, conviviendo en un nudo hosco donde incluso se ha desvanecido la fe y la confianza del individuo en sus semejantes y en el afuera; estemos intentando reescribirnos a través de la conjunción de esos fragmentos hacia los que se inclina el arte actual: manifestación de estados críticos donde se debate la oscilación de una inquietud, poéticas de una fragilidad común en la que se reviven los extraviados lugares de la memoria, la identidad, la verdad y el vínculo.

Quinta estación: Desviar el rumbo hacia parajes ya fraguados

Frente a estos contextos críticos de los que hemos hablado hasta ahora –crisis institucionales, políticas, sociales, económicas y crisis en el centro de la propia producción del arte– pareciera ser natural que surja también el extraño campo de batalla para el nacimiento de otra palabra, caverna sin eco de inquietas deliberaciones que propicia el arco expansivo donde se ramifican los escalones especulares de ese sujeto que escribe frente a un objeto significante, del medio a través del cual manifiesta su escritura, del soporte que acompaña sus pasos y del público que lo recibe. Transformaciones de una voz que pareciera embarcarse hacia otros derroteros: batallas, geografías, mercados, proliferaciones, redes, deserciones, problemas colaterales, cambios de paradigma.

En el campo curatorial donde también me desempeño desde hace varios años, algunos episodios sucedidos durante el 2017 –tiempo crucial para la ciudad de Caracas ya que tiene lugar el acontecimiento de sus 450 años– vinieron a remover la palabra crítica que debería anteceder y acompañar el centro de mis propias investigaciones y proyectos como curadora. El más representativo de estos ejemplos fue la exhibición Caracas intervenida inaugurada en el mes de septiembre en la Hacienda La Trinidad Parque Cultural y que estará en exhibición hasta enero de 2018. El proyecto inicial consistía en reunir a un grupo de creadores para celebrar el centenario de la ciudad. No obstante, frente a los acontecimientos vividos durante tres meses de ese año donde protestas cívicas se vieron mermadas por abusos de poder, muertes violentas, impunidad y violación constante de los derechos humanos, nos vimos en la necesidad de sumergirnos en una narración anómala en torno a una de las ciudades más controversiales, caóticas y peligrosas del mundo. En ese momento y frente a la situación particular que nos envolvía, el número de artistas se redujo, intercambiamos reflexiones, las fechas se pospusieron unas tres veces y finalmente nos propusimos realizar el proyecto, pero con una atención especial sobre esa extraña cartografía que estaba anegando y que aún socava los laberintos de nuestra ciudad. En lugar de catalogaciones o segmentos historiográficos, decidimos lanzarnos hacia las emanaciones de su propio caos, para, desde allí, desarrollar procesos creativos donde pudiéramos integrar distintos ejercicios de aproximación: bocetos, visiones, reescrituras, testimonios, utopías, sonidos, contrastes, denuncias y relatos perdidos que confluyeron por entre la enmarañada historia de un territorio inatrapable.

En paralelo, mi propio proceso curatorial se despojó de sus categorías tradicionales para abordar las circunstancias que esta espinosa topografía estaba demandando. Así surgió la pieza Intervención adverbial que constituye mi participación como artista de la muestra. Frente a la situación del país me pareció un tanto inútil explicar categorías formales o conceptos curatoriales de las obras allí reunidas. La palabra decidió dialogar, reflejar un sentimiento compartido y distanciarse de la obligación de decir qué es o no destacable en una exposición. Entonces se transformó en prosa, abriendo la conexión con mis orígenes en el oficio de la dramaturgia y el teatro, para extender un modelo distinto de exhibición donde los diálogos entre el texto y los proyectos artísticos, entre la imagen y la palabra –ahora levantada en el espacio museográfico como una parte más del hecho visual– se amplificaron. Surgió una muestra que funcionó como puesta en escena: ambientación y engranaje colectivo sobre los vulnerables episodios de una ciudad malherida.

En la pieza en sí, los adverbios inician el recorrido de cada texto, alterando la presencia potencial de un verbo que se asoma y resuena pero que no está en ninguna parte. La artista Teresa Mulet me ayudó a diseñarlos y a ubicarlos en el espacio, de modo que no interrumpieran la secuencia de las obras sino que se engranaran con ellas. Cosas extraordinarias sucedieron, como por ejemplo, fragmentar en sala, cortar y escribir nuevas palabras al entenderme directamente con las dimensiones y longitudes de la pared. Ubicamos todos los textos en los rodapiés, impresos en papel bond y estampados mediante engrudo con la ayuda de la artista Consuelo Méndez; no solo para reflejar a nivel formal el tema de la ciudad intervenida, sino también para manifestar una intervención totalitaria que propicia la ausencia de sentido, la censura, la pérdida de referentes y la invisibilidad que la palabra experimenta en estos días tan aciagos.

En conjunto, nuestro relato intentó ser un eco transversal que esperaba resonar en el visitante, una batalla por la sobrevivencia del vínculo, por la emanación de lo que todavía nos une a este convulso mapa de la incertidumbre en el que se ha convertido el territorio que habitamos.

Sexta estación: Coordenadas inesperadas en un final que es nuevo inicio

El año pasado tuve la oportunidad de presentar el libro País en vilo de nuestro querido crítico Roldán Estava-Grillet, un libro que camina con ahínco sobre estas deliberaciones y que se abre sobre un abanico infinito de relaciones hilvanadas en torno a los vacíos y avatares de nuestra historia política, social, económica y cultural. Para esa presentación llamé la atención sobre una conversación que en algún momento tuve con la artista Nayarí Castillo y donde dialogamos sobre estos problemas que tanto afectan la producción nacional. Aunque ahora no vive en Venezuela, Castillo es una creadora con una mirada aguda sobre los territorios culturales de su país y las repercusiones que estos movimientos tienen en todas las áreas de la vida social. Ante mi preocupación por casi dos décadas suspensas, por arterias no registradas sino esparcidas en otros ambientes expositivos, en colecciones desconocidas, en mercados foráneos y procesos ignotos; Nayarí me dijo con su talante metodológico siempre alerta ante la inminencia del desvanecimiento: “Esa columna vertebral no está perdida. Ustedes la encontrarán, unirán los retazos, construirán esa historia. Es como el recuerdo, el pasado nunca será con exactitud el mismo, siempre tendrá las cargas de quien lo evoque, habrán cosas que sí sucedieron y otras que volverán a escribirse, ficciones que también afianzarán ese relato”.

Hoy creo que lo más complejo de este contra-tiempo que atravesamos está anclado en extraños signos comunes. Habría que decir que tal vez no está determinado en su totalidad por el devenir de los últimos períodos de nuestra historia: procedimientos con los que no estamos de acuerdo, decisiones sin norte, malversaciones de una personalidad colectiva cada vez más amarrada a la sobrevivencia inmediata frente a la destrucción a mansalva del afuera, de lo otro, de los demás. Digo que quizás no sea ni siquiera eso, porque más allá de los contrasentidos y de los problemas extremos de nuestras sociedades, lo más terrible sea con precisión el no saber cuál es el territorio que uno pisa; el encontrarse totalmente removido del terruño sin haberse ido a ninguna parte.

La nueva crítica pareciera estar llamada a atender las claves de lo que nos constituyó como sociedad, de lo que reclama nuestro presente y de lo que en el futuro quizás habrá de acontecernos. No es tarea fácil. Existen períodos de confusión extrema donde algunas palabras se mecen alborotadas, repiqueteando a la espera de la captura, reflejando verdades solapadas tras el ruido forzoso del estigma árido y la sordina insana de la imposición. Esas frases andan por allí, vibrantes, dispuestas a turbarse y a emerger de pronto en los espacios menos esperados. En momentos de crisis es necesario desarrollar una especial capacidad de escucha que permita hilar el curso de este rumor, oír con los ojos bien abiertos, silenciar las necesidades urgentes, digerir el sentido del sonido con otras partes del cuerpo, con la piel y la respiración, con la mirada. De alguna forma frente a la pérdida de los referentes parece necesario esperar, pero esperar haciendo: encontrar esa forma real de hacer y de estar, una manera de “ser” no siendo; es decir, una construcción que se vuelve viaje; momento que es siempre partida, que es siempre volver a empezar esperando llegar, aunque quizás no lleguemos nunca a un punto definitivo.

Yo quisiera concluir este periplo, retomando una reflexión importante que expone Maurice Blanchot en su texto El libro que vendrá, y que me parece profundamente reveladora de todo este cúmulo de vetas, sin sentidos, potencias y fracturas de las que les he estado hablando hasta ahora. En el capítulo titulado “La desaparición de la Literatura” el autor convoca a la figura del poeta alemán Friedrich Hölderlin, como uno de los más relevantes protagonistas de ese primer romanticismo que –a mediados del siglo XVIII– se dedicó a traducir en toda su obra los síntomas terribles generados por aquella fractura inicial que la era industrial, la caída del mecenazgo y el nacimiento de la modernidad, introdujo entre el artista y su oficio. En este sentido, Blanchot resalta que fue justamente Hölderlin quien, desnudo frente a las novedosas estructuras de relación del mundo que le tocó vivir, presentó las nuevas e inéditas posibilidades de un poema que frente a estos vacíos contextuales, transformaría al poema en poema del poema –como reflexión tendida sobre sí misma–, para transformarse posteriormente a sí mismo en poeta del poeta, y para convertirse en definitiva en poeta en quien la imposibilidad de cantar, se hace canto.

Tal vez sea esta imposibilidad de cantar que se hace canto, la misma cadena de paradojas, distancias, acercamientos y negaciones que gobiernan la trama de nuestra situación actual y de nuestras escrituras contemporáneas. Un museo puede funcionar a veces como un pequeño país. Cuando hablamos de gestión cultural hablamos de valores inmateriales, del cuidado que requiere la obra de arte: una entidad que atesora la reverberación del vínculo entre los hombres y de allí su importancia en las secuencias sociales, en los sucesos, en los acontecimientos que esos hombres construyen entre sí. Tal vez nunca me hubiera dedicado a la crítica de arte y no estuviera hoy haciendo crítica de la crítica en esta deliberación, si el ejercicio de la institución museo donde me formaba a comienzos del siglo XXI no hubiera dado ese giro. Han pasado casi veinte años y la mayoría de mis colegas –algunos activos en esta cartografía, otros ausentes, pues ya no viven en el país– la mayoría de nosotros repito, hubiéramos estado destinados a gerenciar, dirigir o llevar adelante a esas instituciones, luego del correcto crecimiento profesional dentro de ellas. De esta manera el museo se ha convertido en nuestra Ítaca, y nuestros recorridos foráneos o locales, curatoriales o críticos, íntimos o públicos se han vuelto un ejercicio de navegación dentro de las artes visuales donde como diría Hölderlin la imposibilidad de obrar se ha hecho obra, donde lo humano se hace y “es” gracias, precisamente, a la imposibilidad de hacer y de ser.

Es por ello que quisiera cerrar esta ponencia con la última frase de ese poema de C.P. Cavafy con el que inicié la navegación por las estaciones de esta larga bitácora, autor que desde una mirada muy contemporánea sobre la figura de Ulises, la Odisea y el regreso a Ítaca, revela que el sentido último del viaje no es otra cosa más que el viaje mismo:

“Ítaca te ha dado el bello viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

No tiene otras cosas que darte ya.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Sabio como te has vuelto, con tantas experiencias,

habrás comprendido lo que significan las Ítacas”.

Ojalá que en el curso de nuestros oficios, de nuestras profesiones, de nuestros contextos particulares y de nuestras necesidades, siempre al borde del abismo, de hacer y de ser “oficiantes de las artes visuales” en este país, podamos recibir la vicisitud, la imposibilidad y el impedimento como ese intento por establecer que se trastoca en viaje, en desplazamiento, en recorrido hacia un punto indefinido; y que podamos –a veces con rabia o con alegría, a veces impacientes, con dolor, a veces apasionados o abatidos– entrar en ese movimiento imprevisible, en esa acción no acción que se vuelve impulso: deseo por delinear un relato, por marcar una palabra, una obra, un texto que es y será siempre movimiento hacia un final recóndito, encuentro nunca concluido, espera siempre renovada que nos lleva, nos atrae y nos invita; relato poderoso que desde sus vacíos y contradicciones nos embarca, como diría Blanchot, hacia la travesía –venturosa o desventurada– de su propia realización.


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