En la última década los venezolanos hemos presenciado un proceso de demolición de reputaciones, con el propósito de desacreditar la obra de la democracia representativa que se estableció a partir de 1958. Es una molienda implacable, debido a que no ha dependido de una necesidad de reclamo y deslinde aclimatada en la sensibilidad de la gente sencilla, de los ciudadanos comunes y corrientes o de los más educados e informados, sino de un plan de la revolución bolivariana con el objeto de anunciar la fragua de un proceso histórico cuyo nacimiento obedece a los dislates y a las negaciones del pasado reciente. El régimen que se inicia en 1999, como prólogo de un pretendido designio de “refundación” de la sociedad, remacha un mensaje negativo sobre lo que hicimos los venezolanos de entonces, pero especialmente sobre las ejecutorias de las figuras de la política, la economía y la cultura a quienes atribuye, en sentido general y en términos enfáticos, las miserias de un período sin alternativa de redención.

“Escribo en el siglo XX, el siglo perdido de Venezuela”, apuntó el candidato Chávez en un folleto de su primera campaña electoral. El mensaje tuvo destinatarios, pese a que negaba la obra de los electores de la época, de sus padres y de sus abuelos, quienes no se percataron de cómo una afirmación así de tajante descalificaba sus realizaciones, grandes y pequeñas, tras el empeño de presentarse como iniciador de un época dorada que los intereses de una clase dominante, pero también de sus seguidores, se habían empeñado en detener. Seguramente entusiasmado por la receptividad de esa primera descalificación –no en balde le produjo votos de sobra para llegar a la Presidencia de la República–, profundizó sus ataques hasta el punto de no dejar recodo en el cual no encontrara motivos para formular acusaciones y para descubrir pecadores dignos de un infierno, cuyas candelas podía alimentar a placer desde una posición de árbitro inapelable.

Materia tenía para las fulminaciones, pues no se trata ahora de considerar a los cincuenta años anteriores a la revolución bolivariana como obra impoluta. Solo un declive pronunciado pudo conducir al régimen de la actualidad, consecuencia de múltiples problemas que le sirvieron de antecedente, y a la elevación de un personaje como quien hoy redacta el Índice de las condenas en un fatigoso Tribunal del Santo Oficio. Un inventario equilibrado puede dar cuenta de las falencias que antecedieron a la última década, de las urgencias acumuladas y del incremento de una desilusión dispuesta a buscar alivio en las promesas de un redentor audaz e implacable. Pero también puede informar sobre la fábrica de una cohabitación digna de encomio, sobre una trayectoria de eficacia y decencia, sobre la búsqueda de una república más hospitalaria que no es, de ninguna manera, el testimonio de una época baldía. ¿Acaso no aumenta en nuestros días el número de quienes, con sobrado fundamento, añoran esos tiempos sometidos al escarnio?

Pero el empeño en el descrédito ha dado frutos, hasta el punto de que abunden los individuos a quienes parece inconveniente una aparición en la nómina de una historia acribillada por los dicterios. Reniegan de lo que hicieron, no quieren posar para la posteridad en el cuadro de los villanos o se solapan en un bajo perfil, mientras llegan horas más auspiciosas. Otros simplemente se encierran en los confines de la vida privada, como hartos de los reflectores que procuraban en ocasiones estelares, o temerosos de la venganza reclamada por el inquisidor. Algunos porque seguramente tengan cuentas pendientes con la sociedad, mas otros solo porque no quieren arriesgar el pellejo. Debido a la campaña contra su actividad de hombres públicos, son contados los que dan la cara, como acaso también sean pocos quienes busquen su compañía. Abandonados de los medios de comunicación social o desaparecidos de las crónicas de sociedad, van como almas en pena que claman por una jaculatoria que nadie reza. Es la prisión a juro con salidas intermitentes y precavidas, el aislamiento decretado desde las alturas, o una curiosa hibernación que les impone el sermoneador. Es cierto que tampoco escasean aquellos que, con más pena que gloria, intentan una reaparición sin consecuencias. Dan la cara, pero su cara ya no es atractiva; no interesan, como quizá tampoco interesaran de veras antes.

Tal vez no sea así exactamente la situación de los protagonistas más relevantes de los últimos cincuenta años, pero no son alentadoras sus vicisitudes. A muchos no les ha quedado sino el alivio de un retiro no pocas veces injusto, o el trabajo de maquillar renuentes lunares, entre ellos los que solo existen en el discurso de las patrañas. De allí que resulte excepcional la peripecia del hombre a quien este libro pide cuenta de su vida, o ante cuyas páginas habla de su tránsito de larga data: Simón Alberto Consalvi. La revolución bolivariana no significó una ruptura de sus actividades, ni siquiera un breve alejamiento del centro de la vida pública en el cual destacó desde su juventud; mucho menos el socorrido auxilio del silencio que puede servir de techo en una inclemente temporada de rayos y centellas. El itinerario de lo que fue la vida en general y la política y la cultura en términos específicos durante el anterior medio siglo, a lo que son ahora, lo encontró en un movimiento sin descanso, pero también sin ocultamiento, del cual puede percatarse sin esfuerzo quien esté interesado. Más todavía, no solo lo aconsejó a proseguir las obras que había iniciado, sino también a aventurarse en nuevas encomiendas y a vigilar la marcha de la revolución para escribir y hablar sobre ella sin prevenciones. De tal peculiaridad depende la relevancia de lo que el lector conocerá en adelante, y la trascendencia de quien desembucha sus historias conminado por un lúcido interrogador.

Como se sabe, o como comprobará el lector cuando se meta en el libro que está a punto de empezar, Simón Alberto Consalvi desempeñó cargos públicos de importancia en el período de la democracia representativa. Colaboró de cerca con dos de los mandatarios más criticados en la última década, Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez, una cercanía de la que no ha renegado y desde la cual prosigue y renueva sus faenas cuando el lapso se interrumpe. Esa presencia sin solución de continuidad concede especial trascendencia a su testimonio, debido a que saca a quien lo ofrece del atribulado montón referido antes para convertirlo en una referencia diversa de lo que sucedió en el pasado reciente, o que permite mirar las cosas con posibilidades de ecuanimidad desde la perspectiva de quien es protagonista principal y testigo ineludible de muchas cosas sobre cuyo desarrollo abundan los que no quieren hablar. De la trayectoria de quien no fue un burócrata corriente, sino un servidor público con peso propio y un artífice de la cultura nacional, como promotor y como actor, mana una versión verosímil gracias a la que se puede revisitar la segunda mitad del siglo XX sin las indicaciones de la batuta arbitraria y tendenciosa que ha predominado en nuestros días. Es evidente, por lo tanto, que se tiene ahora, partiendo de este libro, la posibilidad tan estorbada de llegar a las conclusiones que merece un tramo de la historia caracterizado por el regateo de sus virtudes.

Como no fue Simón Alberto Consalvi un ministro ordinario, ni un obediente seguidor de las instrucciones de los jefes de Estado con quienes colaboró, ni una ficha manejable de un partido político, sino desde entonces un intelectual comprometido con la vocación de comprender su entorno y de crear nuevos conocimientos, con la necesidad de facilitar espacios de expresión en los cuales cupieran los escritores y los pensadores de todos los colores sin imposiciones de la superioridad, con la misión de crear lugares en los cuales se desarrollaran y mostraran las artes plásticas para permitir la entrada de oxígeno y sosiego en situaciones de áspera contradicción, su aporte de hombre público se sale de lo común. La creación de la Editorial Monte Ávila y de la revista Imagen, cuando dirige el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, bastan y sobran para comprobar la afirmación. Es, por consiguiente, dueño de una sensibilidad que le impide la repetición de crónicas manidas, o la salida del tartamudeo. El hecho de que, según se afirmó antes, mantenga ahora su presencia en actividades capaces de influir en la sociedad y no deje de ofrecer facetas nuevas de divulgación de cultura y de apertura de horizontes poco trajinados –el manejo de El Nacional como editor adjunto, la Biblioteca Biográfica Venezolana y la renovación de las ediciones de la Academia Nacional de la Historia, por ejemplo, independientemente de la bibliografía de su propia cosecha, en cuyo repertorio destacan obras tan importantes como Profecía de la palabra. Vida y obra de Mariano Picón Salas (1996), George Washington. Biografía (1999), Historia de las relaciones exteriores de Venezuela (2003) y La Revolución de octubre, 1945-1948 (2010), concede a su versión sobre el país que ha conocido y servido, una entidad particular.

En consecuencia, pocos personajes como Simón Alberto Consalvi pueden luchar contra el olvido o pueden ayudarnos en una pelea con la desmemoria; pero, a la vez, salta a la vista que está en capacidad de manejar herramientas suficientes para ofrecer un testimonio ajustado a sus intereses, a lo que desea que los venezolanos recordemos de él ahora y en la posteridad. De la lectura del libro se desprende que no fue ese su propósito pero, si hubiera tenido la tentación, ¿cómo hacía con Ramón Hernández, con el periodista sagaz y riguroso que lo buscó para convertirlo en fundamento de una obra susceptible de servir de apoyo confiable a una sociedad contra la cual se ha intentado una campaña de demolición de los recuerdos, pensada con frialdad y premeditación? Un veterano explorador de la verdad no plantea una obra de gran calado, ni prepara un extenso interrogatorio para que el interrogado quede bien. El implacable articulista de cada semana en El Nacional no va a bajar la guardia para permitir el lucimiento de su entrevistado. Una pluma que ha mantenido una conducta de combate y claridad no tiene por qué cambiar el rumbo cuando, como él lo siente y lo sabe, más énfasis necesita la comarca agobiada por las complicidades y las cobardías. El comunicador condenado a escribir para los demás y a depender de la confianza de los demás no va a jugar con dados cargados cuando está en el apogeo de su carrera. De allí la confianza que su trabajo inspira.

Un cuarteto de libros anteriores, que he leído, da cuenta del ejercicio periodístico de Ramón Hernández en términos de excelencia: Teodoro Petkoff, viaje al fondo de sí mismo (1983), que permite un contacto íntimo y en ocasiones insólito con el luchador a quien pide sus verdades y de quien procura sus errores; Carlos Andrés Pérez. Memorias proscritas (2006), que hace junto a su colega Roberto Giusti para que el mandatario recientemente defenestrado hable de sus horas más oscuras y se arrepienta después de lo que dijo; y un cálido encuentro con una de las peripecias más atrayentes y pintorescas de un personaje entrañable de la actualidad, La incomparable, divertida y asombrosa vida de Paco Vera (2010). También se ocupó de hablar con los difuntos, como se deduce de José Antonio Páez, entrevista imaginaria (1993), en la cual se atreve a hablar con el prócer partiendo de un conocimiento inusual de su época y de la lucha con los prejuicios que debió desestimar para la oferta de una versión digna de crédito. Todo como consecuencia de un compromiso con la profesión periodística que puede comprobarse con la lectura de las letras que llenaron una sección imprescindible del diarismo venezolano, El país como oficio, o con un repaso de los cargos de responsabilidad que ha ocupado en diarios tan importantes como El Nacional y El Universal. Cuando la Universidad Santa María le pidió que se ocupara de la dirección de su Escuela de Comunicación Social, seguramente tomó la decisión partiendo de estos antecedentes que lo distinguen como uno de los comunicadores más lúcidos de la actualidad.

Ahora Ramón Hernández torea a Simón Alberto Consalvi, un ejemplar de pura casta que es todo menos un marmolillo; en realidad, lo más parecido a un Miura de afiladas astas o a un Victorino con toda la barba en las dehesas venezolanas. Como comprobará el lector y como se trató de apuntar aquí, no es un novillero debutante el que se arrima a la bestia, sino un diestro de antigua alternativa que hace con seriedad y profundidad la faena, aunque también con adorno. Hacía falta en una plaza en la cual una borrasca de falsedades, de exageraciones y de lugares comunes no ha permitido trasteos limpios, de veras ni siquiera la celebración de un festejo digno de recordación. Fue un privilegio y un honor hacer ahora de figurante en un paseíllo que preludia ratos de provecho y solaz al espectador. Después de leer el libro, ese espectador podrá distinguir con propiedad entre una corrida y una becerrada, una experiencia de provecho y regocijo que no es tan usual como parece.


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