Cuando se comienza algo se suele hacer con el deseo de sentar bases sólidas para que, por extensión, todo salga bien. En narrativa, ese deseo conlleva a que cada comienzo tenga un sentido irrepetible, es decir, impulsa a que sea “auténtico”. Se entiende que, para que los comienzos sean buenos, hay que dedicarles tiempo y cuidado, porque son los que marcan la pauta del resto de la historia. Estos sitúan al lector y determinan el estilo de la narración. Por lo tanto, no se trata de escribir cualquier inicio, sino de comenzar con algo tentativo para así volver a las primeras líneas al terminar la historia y realizar las modificaciones que sean necesarias hasta conseguir el comienzo auténtico. El escritor debe mantener los ojos siempre abiertos para no perder el norte. Y suele ocurrir cuando este se obsesiona con buscar un comienzo que enganche. Se dice que en las editoriales leen las primeras líneas de una novela y que, si no despiertan interés, la sueltan, también abundan comentarios como “esta historia es maravillosa, pero el comienzo no atrae lo suficiente”. Se dicen muchas cosas vinculadas con el verbo “enganchar” concediéndole una importancia desproporcionada. Esto hace que el comienzo derive en un vacío propio de lo superficial y carente de sentido.

El comienzo auténtico no solo cumple con el objetivo de enganchar. Este supera la simplicidad de esa primera capa en el momento en que genera en el lector la sensación de estar detenido al borde del abismo, pero pisando tierra. De esta forma, es capaz de tener conciencia plena de la vida y la muerte. Es en esa visión tan clara de los extremos donde el lector es capaz de centrarse por completo en lo que la historia le ofrece. Por lo tanto, jamás debe tener la impresión inicial de estar suspendido en un vacío carente de significado, mucho menos sin haberlo decidido. Eso implicaría que el escritor hizo todo el trabajo por él y que además lo subestima coartándole la posibilidad de asumir los retos que proporciona la historia. Se entiende, entonces, que un comienzo auténtico está lleno de contenido. La autenticidad nace del interior del escritor y se dirige a la historia. No nace del exterior, es decir, no está hecho para satisfacer a un posible lector, sino para hacer que la historia se sostenga por sí sola desde el inicio más allá de la dialéctica entre el lector y el escritor. De este modo, el comienzo no depende de factores variables (el tiempo, el espacio) sino que tiene el mismo valor independientemente de la época y el lugar porque parte de la verdad interior.

Si se lee el comienzo de El Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”, el lector es capaz de tener consciencia plena de que está inmerso en una obra de arte sobre la que se ha construido un imaginario fundamental para la cultura y la lengua españolas. Puede palpar la vida. Y es que esa negación al recuerdo de un lugar sobre el cual se basa la historia de un personaje mítico es más que un gancho para el lector. Es como tener entre las manos un trozo de mármol del Partenón. Es pasar a otro plano, abandonar nuestro tiempo; trascender.

Juan Rulfo, por su lado, dejó como legado el comienzo de un Pedro Páramo que se hace sentir en su promesa reiterada, en la búsqueda del origen, en el peso de la muerte:

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo ―me recomendó―. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas”.

Este párrafo es capaz de mover la fibra del lector más áspero sin necesidad de artificios, tan solo acercándose al lector de la manera más honesta desde lo más profundo del ser humano. Narrando el momento de la pérdida y la búsqueda. Vaciando la verdad en cada sílaba.

Los comienzos auténticos los entendió también Kafka, quien, al parecer, tanto en El proceso como en El castillo le rindió homenaje a Dostoievsky y su Crimen y castigo, novela que abre así:

“En una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S. y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K.”.

En El proceso se lee:

“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que lo observaba con una curiosidad inusitada (…)”.

Y en El castillo:

“Cuando K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Del castillo no se podía ver nada, la niebla y la oscuridad lo rodeaban, ni siquiera el más débil rayo de luz delataba su presencia. K permaneció largo tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente”.

Kafka juega con los inicios, les dota de un ambiente propio, genera expectativas y a la vez alterna algunos elementos que recuerdan a Dostoievsky: la letra K como inicial de nombres o lugares, puentes que atravesar, habitaciones pequeñas y alquiladas y una lentitud que aumenta la tensión narrativa, pues solo con la descripción del ambiente se sabe que algo no está bien y que la situación, sea cual sea, amerita un ritmo que no es el del personaje.

Algo en el comienzo de Crimen y castigo –o en su totalidad– tuvo que mover a Kafka, como es normal. Y los lectores hoy son movidos por los comienzos de Kafka. La línea seguirá ascendiendo mientras existan lectores y escritores en busca de la verdad. Porque cuando el lector está frente a un comienzo auténtico, pasa incluso que el cuerpo queda en un segundo plano y adquiere mayor relevancia el alma y, por tanto, lo verdadero. Fue Platón quien explicó la necesidad que tiene el filósofo de desprenderse del cuerpo y de sus necesidades para alcanzar la sabiduría. En este caso, podríamos decir que un comienzo auténtico es capaz de provocar algo similar a lo descrito en el Fedón, no igual, porque, según Platón, para que el saber sea revelado, hay que dejar incluso de sentir tristeza, amor, temor o lo que sea que nos ate a lo corpóreo, cosa que en literatura es imposible y, además, contraproducente. Sin embargo, al leer un comienzo auténtico sí somos capaces de dar un paso hacia eso que nos acerca al estado más puro del ser. A la semilla. Que, lejos de vaciar, llena. Invita a reflexionar, evoca a la universalidad y, desde luego, hace que el lector no vuelva a ser el mismo, que cambie para siempre.


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