La comida es una de las cosas peores en Caracas. No hablaré de los festines en que se ostentan licores y manjares costosos traídos de Europa, de que hay mucho surtido en las bodegas y almacenes: trataré solo de los alimentos comunes, porque se entiende comida de un país no la que viene del extranjero, y por consiguiente se halla en todas partes, sino la que el mismo país produce y la consumen el pobre y el de medianas facultades. Los ricos hasta en Siberia se tratan regaladamente; así pues no trataremos aquí sino de las comidas populares.

Los DULCES y los POSTRES son muy buenos, porque el azúcar es de primera calidad. En orden a FRUTAS abundan en Caracas con tal exceso que las esquinas son los puestos de las vendedoras, fuera de las que se compran en la plaza, en las casas de frutería, y en todas las pulperías; pero son ácidas o desabridas y generalmente malísimas. Las PIÑAS por ejemplo, y lo mismo las NARANJAS, son agrias, y por rareza se consiguen dulces: las PATILLAS y los MELONES, siempre a precio desmedido, salen por lo común desabridos: los LIMONES son por naturaleza algo insípidos, pero sirven de refresco. Las TUNAS son fruta agradable y barata, pertenecen casi exclusivamente a Caracas, y tienen solo el defecto de durar muy poco tiempo. Los MANGOS son gustosos y abundantes, aunque tienen como las CIRUELAS la cualidad de ser dañinos.

Las PARCHAS que son delicadas cuestan a tres por un real, y tan raras que en el poco tiempo que se dan casi no se ven sino en convites y mesas de refresco, sirviendo más bien de adorno, porque no alcanzan nunca para todos los concurrentes. El que adelantándose a otros, y arrebatándola con grosería, logra apresar alguna de estas parchas, la reserva para regalo de su dama como una muestra de cariño. Hay MANZANAS y DURAZNOS que por lo común están acerbos como cogidos siempre antes de su perfecta madurez. Los RIÑONES y CHIRIMOYAS tienen un gusto fino y muy sabroso.

Contrayéndome ahora a las viandas empezaré por el alimento más necesario y general que es la CARNE. Las reses vienen de Los Llanos y otros puntos, y gastan muchos días sin comer en el tránsito sino yerbas salvajes; llegan por consiguiente extenuadas, macilentas, con la fiebre del cansancio, y son encerradas en los mataderos, en donde tampoco comen ni beben hasta que vayan a beneficiarlas. Sucede con frecuencia que en el intermedio sacan los novillos para torearlos en la calle, y aporrearlos de mil maneras con inaudita crueldad: con esta operación se les envenena, digámoslo así, la poca carne flaquísima que les queda.

Seis meses del año se come esta carne: algunos días se consigue gorda, y entonces vale más cara; sin embargo, en estos seis meses, que son de octubre a fines de marzo, bien que sea carne de mala calidad, no tiene tan mal gusto, ni huele con repugnancia. En los demás meses es horrible su aspecto, y su gusto y hedor insoportables. Consiste en que al entrar las aguas retoñan las yerbas, principalmente una pestilente llamada Anamú; y luego que el ganado hambriento come estas yerbas sin substancia, se purga, y adquiere la carne un sabor nauseabundo, mejor dicho, un gusto cadavérico imposible de resistirlo quien no esté acostumbrado a tan infecta comida. Esta carne es verdinegra a la vista, glutinosa, parece piltrafas de perro, y se le notan después de cocida varios grumos como cola blanda y filamentos asquerosos. Al presentarse el plato del malhadado cocido a la mesa exhala un vaho sepulcral que provoca náuseas, y por grande que sea el apetito retrocede al aspecto de aquel zancarrón. Aunque se amontonen aliños a esta carne abominable, y se le añadan salsas estimulantes, siempre descubre el horrendo y maldito Anamú que se sobrepone a todo condimento. Hay pues en Caracas medio año de carne mala, y otro medio de carne endemoniada.

En la plaza del mercado se vende esta carne colgada sobre unos palos curtidos y toscos, y allí vienen a lamerla los perros hambrientos que vagan por las calles en gran número. Como la putrefacción comienza a desarrollarse, se le asoma a la carne una espumita lívida que el carnicero cuida de enjuagar a ratos con un trapo sucio de coleta que humedece en una tina de agua inmunda: esta tina le sirve para todo, y jamás la ha hecho lavar desde que la compró. Las partes o diversos lugares de la carne tienen varios nombres: los principales y más conocidos son Ganso, Tigrito, Pollo, Muchacho, Falda, Refaldeta, Chamberín y Latigua.

Se vende también carnero, o más bien chivo flaco, con el título de CAPADO, cuyo hedor de almizcle y sabor chotuno se llama vulgarmente Berrenchín; es carne que pocos usan por su repugnancia. Omito hablar del Cachicamo, el Chigüire y otras alimañas montaraces como la Iguana, porque hasta los muy infelices hacen asco de semejantes sabandijas que los indios y los esclavos no más soportan, siendo excepción el cuadrúpedo anfibio llamado LAPA. Este es un buen bocado que pocos alcanzan, pues una Lapa es rareza en convites privilegiados: en el campo es que suelen conseguirse con trabajo como un ramo de cacería. La carne de puerco, o COCHINO, como aquí se dice, es de la peor condición; pero tan abundante que forma el alimento general del pueblo unida a las CARAOTAS de que hablaré después. Esta pésima calidad del cochino proviene del agua de maíz que le dan: se llama así la que queda y sobra después de lavado y cocido para las arepas; y como la reúnen en vasijas ya curtidas y siempre desaseadas, adquiere un hedor a fermentación que infecta las calles cuando las conducen en barriles al intento, pues la solicitan mucho, y la encargan a todas las areperas para engordar cochinos. Así es que con esta y otras inmundicias que les echan se les cría una gordura floja que causa hastío, y una carne prieta y pestífera de aspecto muy repugnante. Pocas ocasiones se consigue cochino apetecible y jugoso, a lo que se agrega el modo invariable y sistemático de prepararlo que contribuye a añadirle todavía mayor repugnancia.

Muerto el animal, lo dividen en trozos pequeños, y lo echan en tinas o calderos, a los cuales jamás quitan la grasa vieja, ni los lavan: allí les ponen sal con agrio y cominos, y luego que se impregna bien lo sacan para venderlo, tomando entonces el nombre de GÜESITOS y de ADOBO. Suele encontrarse a veces tolerable, nunca bueno como es el cochino en otras partes: lo común es ser áspero, prieto, desapacible a manera de carne mortecina, o cárdeno y verdoso como se le nota a través del corte después de frito, y con una pestilencia a sudor crapuloso que choca a los que no están acostumbrados a comerlo. Del tocino se saca la manteca, y se hacen CHICHARRONES que conservan el mismo sabor detestable. En algunas pulperías, cuando hay estos chicharrones de venta, fijan una bandera en la puerta, y los anuncian disparando un trabucazo, o tocando una bocina de cuerno.

Algunos cochinos resultan lázaros, enfermedad debida según opinión de muchos al agua de maíz fermentada: entonces botan la carne; pero no faltan pulperos que aprovechen la manteca. En fin, el alimento más nocivo, y al mismo tiempo más disgustoso, es el cochino: solamente puede comparársele el PESCADO que llega de La Guaira al otro día después de sacado del mar, y por consiguiente ya podrido, a menos de traerlo salado. Fuera de ser carísimo este pescado, nunca se consigue fresco, y se tiene como tal el que no apesta demasiado, porque enteramente sano es imposible hallarlo al cabo de tanto tiempo de estar muerto. Los pulperos compran pescado, principalmente el llamado CARITE, del precio más barato, que es decir el más podrido, y a fuerza de sal y limón lo componen y endurecen un poco, y lo fríen para venderlo. Cuando entra una rueda de ese pescado de pulpería queda toda la casa por largo rato infestada de la peste que difunde; sin embargo así lo compran, y la costumbre puede tanto que se acomodan a comerlo.

En el mercado hay pollos, por lo regular casi éticos, y lo mismo las gallinas, que rara vez vienen gordas, por lo cual los huevos son flacos con la yema de color pálido y blanquecino, careciendo del gusto marcado que tienen cuando el huevo es gordo, y es de un amarillo subido. También se venden muchas verduras, especialmente repollos, cebollas, papas y diversas clases de habas; pero lo que más abunda es el MAÍZ, del cual se hacen las arepas que el vulgo llama comúnmente Pan, y es alimento indispensable en Venezuela, como también las Caraotas, especie de haba negra sin la cual no se vive en Caracas.

Las arepas calientes acabadas de cocer son buenas, y con mantequilla o queso bastante agradables. Las CARAOTAS no son ni buenas ni malas sino por el condimento que les pongan; mas no han de faltar en ninguna casa: las usan los ricos, las comen los pobres, los presos y soldados se mantienen con ellas, los esclavos apenas conocen otro alimento. Confieso que me acomodo bien con las arepas, así como siento aversión a las caraotas, porque en ellas contemplo el símbolo inequívoco de la desgracia, de la miseria y de la esclavitud.

Todas estas legumbres y menestras se encuentran colocadas sobre las piedras del suelo en LA PLAZA, o más bien sobre unos cueros viejos: así es que el desaseo de las mesas y de los ranchos, las inmundicias y basuras del mercado, causan tal sinsabor a los que van allí, si no tienen costumbre, que pierden las ganas de comer, y salen desazonados de la que puede muy bien llamarse una pocilga. Allí están las vendedoras de hígado para hacer la detestable Chanfaina que horroriza verla: allí se encuentran las ollas de Mondongo fastidioso, lleno de moscas, cabellos, insectos y cuanta porquería debe esperarse de las viejas dedicadas a cocinarlo, y entre las cuales muy contadas saben hacerlo soportable: allí está la sempiterna Olleta, más fea que su mismo nombre: allí se compran lenguas cocidas de muchos días, ya babosas y pintadas de moho: allí no faltan chorizos rancios, color de ladrillo, de sabor tabernario, que jamás varían y siempre son repugnantes, indigestos y de figura desvergonzada. Allí finalmente abundan las Ayacas de tomate y carne zocata, que si bien son apetecibles cuando se hacen, lo mismo que la olleta, con esmero y aseo en las casas de comodidad, compradas en la plaza son lo más desagradable y plebeyo que pueda verse en un bodegón de jornaleros.

Así como he dicho es la plaza del mercado: y si algún extranjero o vendedora no común, lleva salchichas y queso de puerco, esto no varía su esencia, porque no es todos los días, ni los pobres pueden pagar su alto precio: además estos artículos no se usan sino en pocas casas, y como un extraordinario. La comida vulgar siempre es una misma todo el año, carne y más carne, adobo y caraotas, huevos y pollos flacos, pescado podrido y ayacas entomatadas. Las cocineras, cuando se les reconviene porque todos los días ponen lo mismo sin variación desde el primero de enero hasta el último de diciembre, contestan siempre: “La plaza está muy mala, y no se halla qué comprar”. En las posadas y fondas públicas no se sirve otra cosa que carne aderezada de diversos modos fuera del pavo, compañero inseparable del jamón, sobre los cuales trataré luego. En los mesones inferiores suelen apuntar en una pizarra los platos de almuerzo que se llaman Salados, y con poca diferencia se lee todos los días este anuncio: “Olleta, sancocho, chanfaina y adobo”.

En las casas de medianía el almuerzo perpetuo se compone del consabido adobo, carne frita aporreada o en estofado, tortilla, y por variación pescado, algún pollo raquítico, o bien sancocho de gallina, y de contado las malhadadas caraotas. En casas pobres chicharrón, caraotas, lisa o lebranche salado; y los días de fiesta un sancochito de güesitos, mondongo y adobo frito; el diario no sale de sopa, olla, asado, guiso, ensalada y dulce: la cena por lo común consiste en arepas (que de noche están frías y se llaman conchudas), queso y cacao: los ricos añaden un pollo, y el asado que sobró de la comida. A no ser así, no se hallará por la noche en las pulperías sino cochino en adobo, carne salada malísima, y ruedas de pescado frito, que como se ha dicho casi siempre es Carite y está podrido. Pasemos ahora a los manjares que en esta ciudad se reputan los más exquisitos.

Cuando alguno quiere una comida suntuosa apela al sempiterno PAVO con su natural apéndice que es el JAMÓN: estos dos satélites inseparables son el tipo de la opulencia: en los festines, en los ambigús, en los grados de Doctor, en las cenas de baile, en el obsequio de un amigo, en fin para toda función son absolutamente indispensables los pavos y los jamones. Si el banquete es numeroso y espléndido han de añadirse asimismo enormes pescados semipodridos, y pasteles atestados de pichones o pollos con aceitunas y huevos duros nadando en tomates y cebollas. El pavo y el jamón, porque se consideran lo más noble, son la felicidad gastronómica de Caracas y tanto que para significar que se ha comido opíparamente, y que se ha gozado de una mesa lujosa, han inventado un verbo particular que es Jamonearse.

Además del mercado que ya se ha descrito, hay muchas esquinas con uno y dos establecimientos de PULPERÍAS, talleres de rapiña que asolan el vecindario, cuyos dueños se enriquecen a fuerza de socaliñas, y de estafas y raterías las más abominables y vergonzosas. Estas casas de comestibles son el receptáculo de cuanto roban los criados y los muchachos: los pulperos son gente de mala alma, ruines, ladrones sin conciencia que sisan la comida y cuanto miden, que adulteran o falsifican los licores, y venden todo aunque sea de la peor calidad y esté corrompido. Los vecinos se vengan a su vez llamándolos judíos, garduños y otros apodos ignominiosos.

A estas pulperías acuden las criadas y cocineras a surtirse de leña, manteca, plátanos, arroz, casabe, papelón, cacao, cambures y otros artículos de consumo. Los peones y vagamundos concurren allí a emborracharse, porque el aguardiente es el ramo principal de toda pulpería. Las criadas se amanceban con el pulpero, o con sus dependientes; por lo menos se amarchantan allí, y entonces el amo de casa tiene que aguantar los malos artículos, el queso rancio, la leña verde, el cacao maldito, y todo carísimo y poquito. El misterio consiste en que cada cierto número de veces que compra una criada, recibe un medio, y lleva su cuenta que llama las ñapas: el pulpero nada pierde, porque lo cercena de lo que vende: el vecino y dueño de la casa es quien soporta la extorsión.

Antes de explicar el modo de hacer la comida, es necesario advertir que en Caracas es la empresa más ardua conseguir una COCINERA, ni aun de las muy comunes. La que sabe hacer biftec, rellenar una gallina, componer un pastel o un morrocoy, esa es una matrona de primer orden en casa de mantuanos o de extranjeros ricos, que les pagan quince y más pesos mensualmente. Las buenas cocineras son fenómenos que no todos poseen: lo general es que sean puercas, haraganas y chapuceras, que beban su trago de aguardiente, y que se roben la mitad del dinero que se les da para la comida. Todas son vaciadas en un molde, y su habilidad no pasa de comprar y freír adobo y carne salada, de batir una seca y detestable tortilla, siempre de la propia manera, y de hacer los guisados que luego se explicarán.

No debe tampoco olvidarse que las cocinas están siempre llenas de basura y cáscaras de recado, con charcos de agua sucia, colgadas de telarañas y hollín, amontonados y en desorden los platos con la comida del día anterior, los cubiertos regados y caídos por el suelo. Es más esencial que todo el sombrero, el paño, los fustanes y las chancletas de la cocinera sobre el pilón, o mejor encima de la piedra de moler especias.

Por regla general ninguna cocinera se asea las manos: cuando más se las lava en una totuma o cazuela de agua sucia, y se las enjuaga en un paño asqueroso de coleta, y con más frecuencia en las faldas y fundillo de su fustán mugriento. De aquí resulta que como todo lo cogen con las manos curtidas e impregnadas de ajo y cominos, comunican a los manjares un saborete de mano sucia que se percibe y choca desde el primer bocado. Estas manos horrendas así como las Harpías de Fineo contaminan los guisados, y los ponen tan desagradables y repugnantes que solo un estómago de gañan los recibe sin aversión.

Veamos ya cómo proceden las tales cocineras. Lo primero que hacen al llegar de la plaza, y de la pulpería donde compran la leña, es disponer una cazuela pequeña con manteca para freír en ella cebollas, tomates y ajos, con cominos y achiote, que aquí se llama onoto, y sirve para darle color, aunque su gusto no es muy agradable. Esta mezcolanza, cuyo sabor a bodegón es uniforme en todos los condimentos, sirve de base a cuantos guisados se acostumbran en Caracas: es como la mezcla que sirve a los albañiles para fabricar; su nombre bien conocido es AJOGAO.

Así pues, a la sopa, a la olla, al estofado, a los principios, a las caraotas, al arroz, en fin a todos los platos que guisa una cocinera les echa el ajogao que tiene preparado en su ollita, de la cual saca a proporción que lo va necesitando para sazonar las cazuelas, cualesquiera que sean, de carne, de pescado o de legumbres. Por consiguiente, los platos todos saben a lo mismo, porque tienen igual sazón, y en probando de uno ya se adivina el gusto que los demás tendrán: la única diferencia es que en unos domina más cebolla, en otros funciona más comino, y en algunos sobresale el papelón, porque suelen añadir dulce a ciertas comidas, y también lo que llaman CUAJO para darles espesor. Se forma este cuajo de pan o bizcochos, particularmente de unos que saben a jabón, y se dicen de rodilla, los cuales abundan en las pulperías, y siempre son viejos, mohosos y salpicados de moscas. Como las cocineras son tan abandonadas, así mismo sucio y mosqueado echan el bizcocho en la cazuela para espesar el guisado, a veces remojándolo y deshaciéndolo con los dedos, o más comúnmente molido en una piedra a medio lavar, de donde saca un sabor a trapo viejo que prevalece en el comino y las cebollas.

Preparada como se ha dicho la cazuelita de ajogao, se mezcla con el caldo para la sopa, se sazona también con ajogao la olla o puchero: y este cuando se sirve con caldo y la carne en trozos se denomina SANCOCHO. El asado se dispone de dos modos. El primero es una posta de carne en la cazuela con agua o caldo, vinagre, manteca, pimienta, alguna vez papas o cebollas enteras, añadiéndole ajogao con clavos de especia: se cuece hasta que la salsa parezca lodo prieto, y se titula ESTOFADO, el cual lleva en ocasiones un gusto a humo, sin duda para que salga más delicado. A esta carne siempre seca y estoposa la llamo Nalgas del Diablo, porque creo que solo cortándoselas a Belcebut, y asándolas, no más pudiera resultar tan nefandísimo bocado.

El otro modo de asado es espetar un pedazo de carne en una púa de leña, introduciéndola la cocinera con aquellas manos que ya se han descrito. Ensartada así la carne se arrima al fogón para asarla recostándola a las Topias: así se llaman tres piedras que sirven de sostén a las ollas, y sobre las cuales se seca siempre un cabo o dos de tabaco de la misma cocinera, o de las mujeres de la casa, que cuando están llenos de saliva los dan a las criadas y les dicen: “Toma, sécame este cabo”.

Si al asarse la carne, al humo de la leña le quedan los bordes chamuscados o con ceniza, que es lo que sucede, la cocinera para sacudirla se saca de la boca la mascada o el cabo, y sopla fuertemente rociando la carne con un asperge de babas de tabaco: luego con las manos susodichas la arranca de la púa, y la coloca en un plato. Para servirla, toma de la ollita de ajogao una porción suficiente, y se la extiende por encima con una cuchara de totuma que le sirve para todo, con la que menea las cazuelas, y la misma que lleva a cada rato a la boca para probar las sazones. Esta cuchara está siempre curtida y grasienta con la comida vieja pegada y reseca: si alguna vez se lava es muy de paso en un tina de fregar platos, cuya agua no se renueva, y por lo común se queda olvidada hasta el siguiente día que se bota, y sin estregarla mucho se le echa otra agua para el nuevo servicio y las nuevas porquerías. No es muy raro que en lugar de tina frieguen en los calderos de cocinar: yo he visto hacerlo en las escudillas y soperas.

El adobo se usa por lo regular frito con mucha manteca y ajogao: la carne salada que machucan sobre una piedra va del mismo modo, y ambas cosas se acompañan con plátanos también fritos, los cuales son incomibles a un paladar delicado, porque a nada se pega tanto el maldito sabor de las manos sucias. Para variar se suele aderezar el adobo en caldo con papas, ajogao y cuajo, y es potaje de almuerzo; pero de cualquier manera que se presente el tal adobo, si es como de costumbre verdoso y pestífero, no debe considerarse como la comida de un hombre culto, sino pitanza de un jornalero.

Los demás potajes que son diarios, perpetuos, sempiternos e invariables en todas las casas, y en todas las mesas, se componen del modo siguiente. La cocinera saca de la olla un pedazo de carne cocida, y sobre una mesa o batea la pica menudamente, y la fríe en una sartén. Toma en seguida unos cascarones o conchas de cebollas cocidas, o pimentones asados, y con la cuchara y los dedos sucios los ataca de aquel picadillo mezclado con bastante ajogao, colocándolos luego en un plato hasta reunir una razonable porción. Entonces bate unos huevos: coge y abarca con toda la mano las cebollas o pimentones, los sumerge en el batido, y los echa a freír boca abajo para ponerles un tapón de tortilla que les sujete el relleno. Por último van a la cazuela con suficiente cuajo y ajogao, mucha manteca y un tanto de papelón: se cuece hasta que se ponga espeso. Este plato es el más común: se llama GUISADO, y se denomina TORTA cuando el picadillo se fríe con bastantes huevos batidos, y se corta en alfajores o cuadrados para echarlo a hervir en el mismo menjurje de los pimentones.

Hay otro principio conocido con el nombre de GUISO, y se fabrica de carne en pedazos pequeños con caldo, manteca, ajogao, cuajo y clavos de especia, cocido todo hasta que se ablande y se seque un poco; también se hace de trocitos de hígado, y es la Chanfaina; pero más comúnmente lo fríen en tajadas con vinagre, mantequilla y cebollas, cuya composición se sirve al almuerzo, y las cocineras le dicen brutalmente Bisteque de Jígado. Ahora si la carne va más menuda, y se le añade canela con mucho onoto para que resulte un bodrio color de almagre, se titula GUISO COLORADO.

No quisiera hablar de una Ubre de vaca frita que las cocineras suelen servirnos para almorzar, porque no debe contarse entre la comida semejante inmundicia de sabor y hediondez agreste. También nos regalan a menudo con una fritada insípida de vainas tiernas de arvejas: su nombre es VAINITAS, y lo son en efecto.

Se usa mucho otro condumio llamado PIRA, que es una mezcla de chayota, verdolaga, berenjena, repollo y otras yerbas picadas. Este material semejante a un emplasto se vende en la plaza envuelto en hojas de plátano, o de capacho; y como es del día anterior viene ya agrio, y con tufo avinagrado que vulgarmente se dice casquite. Dicho emplasto de Pira, que se adereza con los consabidos ingredientes de ajogao, cuajo, manteca y papelón, es un almodrote insípido, un menguadísimo potaje de viejas, o como se dice en lenguaje vulgar con bastante propiedad: un soperoco.

No puede negarse que algunas señoras y amas de casa saben componer bocados sabrosos, y conservan recetas escritas para platos regalados; pero estas son delicadezas que se gozan rara vez en días de extraordinario: aquí se trata de cocineras de oficio, que son todas como va explicado. La mayor finura de algunas alcanza a disponer lomos mechados, y rellenos con aceitunas y yemas de huevo; mas como introducen las lonjas del tocino a fuerza de dedos, y manosean toda la carne, adquieren los rellenos y el mechado un paladar a trapo de cocina que los vicia y deprava. Jamás debe olvidarse que todos estos guisotes llevan siempre consigo el imprescindible sabor a manos sucias que avasalla los demás sabores, y vuelve abominable los condimentos.

Añádase a lo dicho que es muy frecuente encontrar en los guisados pedazos de hollín, hormigas, pestañas, gusanos de repollo, pelos retorcidos, y especialmente una o dos moscas, cuando no sean fragmentos de alas y patas de cucarachas y arañas. Las cocineras creen que estas inmundicias son parte esencial de sus aliños, supuesto que no las reparan ni procuran impedir que caigan en la comida.

Hay más: los platos, es costumbre que vengan a la mesa empañados, húmedos, pestilentes a agua de cocina, y con hilachas del andrajo con que los enjuagan dejándolos a medio limpiar. Los tenedores traen pegada en los dientes la comida seca del día anterior, y los cuchillos untados de ostras, enmohecidos, y con el mango lleno de grasa. Los que no observan estas menudencias comen sin el menor reparo, porque su desaseo no se las deja advertir; pero el que naturalmente gusta de la limpieza sufre los ratos más desagradables en la mesa, porque entonces es la hora de las repugnancias y mortificaciones.

Tal es la comida en esta ciudad. El que no puede mantenerse a pavos y jamón o con comestibles europeos a muy alto precio, pasa una vida de parsimonia y abstinencias siempre fastidiado y molesto a las horas de almorzar y de comer. Los insípidos y tabernarios platos que se presentan en la mesa de los que no son ricos inspiran tanta grima que a ocasiones es preferible quedarse con hambre a engullir tan detestable alimento, espantoso por lo feo, que aunque llene el estómago no satisface las ganas, y produce agrios, crudezas, acedías y una desazón inexplicable.

Esta descripción de la comida es exactísima. Cualquiera que medite un poco en los pormenores de que se ha hecho relación los encontrará verdaderos, y concluirá por reconocer, según se dijo al principio de estas notas, que la comida es una de las cosas peores en Caracas.

(De “Memoria sobre Venezuela y Caracas”, en Boletín de la Academia de la Historia. Caracas, No. 85, tomo XXII, enero-marzo de 1939, pp. 148-157).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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