Ciertas contradicciones evidentes

La suya fue una vida intensa y consciente de ciertas contradicciones evidentes. Le gustaba jugar con lo relativo, con las aproximaciones pausadas, siempre reflexivas y metafísicas. Adoraba el chocolate como yo, preparaba una deliciosa ensalada de repollo; mientras tanto divagaba creativamente sobre ecología; sobre la escuela ProDiseño, de la cual ella fue miembro fundador.

Luisa no tenía límites aparentes. Como ser sensible que era sufrió de asma, igual que Marcel Proust a quien adoraba, y recomendaba su lectura. Sostuvo una intensa correspondencia con el poeta y crítico alemán Kurt Leonhardt. Cuando aparecían visitantes teutones solo se hablaba el alemán, que yo entiendo poco.

Luisa Richter era precavidamente sociable, frecuentaba los domingos caraqueños varias galerías y reunía en su casa a intelectuales, artistas o poetas para beber unas cuantas copas de vino blanco. Fueron reuniones memorables y multitudinarias (hacia 1980), donde la intelectualidad venezolana se regodeaba con la amistad de Luisa.

Curiosamente, hacia el final de su vida la visité un par de veces junto a Mariela Provenzali y su dilecto amigo Christian Gramcko y la despedimos enjuta, transpirando por un tobillo, algo desconcertada y deseosa de que leyéramos sus textos recientes.

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Luisa era generosa y me enseñó a aceptar ciertas contradicciones, a reconocer los distintos tonos del blanco, a evitar las diagonales desmedidas, a sugerir, no a imponer. Luisa era una mujer sensual y llena de vitalidad. Conozco muchas de sus confesiones lúcidas pero creo prudente callarlas.

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Sentía resquemor por el arte conceptual, por lo decorativo, por lo banal. Su hogar estaba decorado por múltiples objetos: una caparazón de armadillo, una lámpara Art Nouveau, con una pieza de Gabriel Morera, totalmente rodeada por detalles sensibles que evidentemente poblaban muchas de sus obras.

Trabajó los pequeños formatos, también los medianos y los enormes.

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Su biblioteca no era inmensa pero sí muy reveladora de gustos y aficiones particulares. Tenía libros de fotógrafos como Ansel Adams o de Henri Cartier Bresson, tomos sobre los artistas surrealistas, volúmenes sobre Balthus o Paolo Uccello, a quien admiraba. Tenía sus reservas sobre ciertas etapas de Picasso. Un surrealista predilecto era Max Ernst y obviamente poseía “La femme aux cent têtes” y “Une semaine de bonté”.

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En este momento olvido algunos detalles quizás innecesarios.

Grandes amigos suyos también fueron Diego Barboza, Azalea Quiñones, Juan Calzadilla y Juan Liscano, junto a muchos otros personajes.

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Traté de resumir más de cuarenta años de amistad, pero no puedo hacerlo.


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