De obra casi inclasificable, que suma alrededor de sesenta títulos, Christian Bobin (1951, Francia) es una dispersa referencia en nuestra lengua. Siete u ocho libros han sido traducidos por pequeñas casas editoriales en la última década: Elogio de la nada (Editorial Presencia); Negro claro Las ruinas del cielo (Sibirana); Resucitar (Literaria); Autorretrato con radiador y Un simple vestido de fiesta (Ardora Express); y El bajísimo (El Gallo de Oro). Es posible que haya algún otro. Me apresuro a comentar La presencia pura, publicado en Francia originalmente en 1999, y que ha sido traducido por Alicia Martínez para Ediciones El Gallo de Oro (España, 2017)*.

Debo señalar, porque esto es un dato vital para aproximarse a su literatura, que Bobin escribe ajeno a los círculos literarios y al ruido del mundo. Vive en medio de un bosque, sin internet ni móvil. Un solitario concentrado en encontrar la carga esencial que porta cada palabra: en esa búsqueda, poesía, ensayo y narración confluyen en una obra signada por lo fragmentario. De La presencia pura es posible decir –también de sus demás libros traducidos– que es un conjunto de pecios: restos de un naufragio. Lo que sobrevive son esos fragmentos luminosos, donde cada palabra reaparece insuflada de un peso esencial: “Lo que está herido en nosotros pide asilo a las cosas más pequeñas de la tierra y lo encuentra”.

La presencia pura es un poético relato sobre la enfermedad de Alzheimer. El padre de Bobin vive en una residencia, donde sus días transcurren junto a otras personas con el mismo padecimiento. Le visita. En el lugar hay una ventana: ella hace posible la observación de un árbol –sus fases y movimientos, sus cambios de personalidad y el juego de sus coloraciones–. Uno de sus fragmentos dice: “El árbol es un libro abierto. El viento de hoy pasa distraídamente las páginas como si pensara en otra cosa”. Otro: “Llevo flores a mi padre, las pongo en un vaso en la mesita de noche. Ignoro si las mira después de que me haya ido. Sin duda ha olvidado quién se las ha dado y les concede la misma mirada incrédula y cansada que a todo lo demás en esa habitación”.

Bobin tantea. Tiende su sensibilidad hacia una realidad que se resiste a ser develada. Guiado por una honda disconformidad con lo superfluo, su pensamiento y sensibilidad persisten. Se trata de “reconocer mediante la mirada y la palabra la soberanía intacta de quienes lo han perdido todo”. A esa soberanía se refiere La presencia pura. A los pequeños gestos. A la escena en que su padre cuenta los botones de su chaleco. Al momento en que, mirando un portarretrato, pregunta quiénes son las personas de la fotografía: es él mismo con su esposa. Es un hombre que vive en la pérdida. No se reconoce ni a sí mismo ni a la mujer con la que compartió décadas de existencia.

Las etiquetas, particularmente las que fijan las enfermedades –el cáncer, el Alzheimer, el alcoholismo, tantas otras– guardan algo cruel. “El nombre de Alzheimer permite creer a los médicos que lo utilizan que saben lo que están haciendo, incluso cuando no están haciendo nada”. Esta es solo una de las reconvenciones de Bobin. La dignidad del enfermo, su entera especificidad, hacia ello avanza la meditación de Bobin: “Para llegar a ti aparto todos los nombres de la enfermedad, edad u oficio, como se aparta una cortina de laminillas de plásticos de colores, en la entrada de las casas, justo hasta encontrarte en el frescor de ese único nombre que no miente: padre”.

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*La edición de La presencia pura merece un especial elogio. Cuidada y pensada en cada detalle, incluye dos breves pórticos: “Devuélvele la vida”, de Antonio Mas y Alicia Martínez, y “Una pregunta sin posible respuesta” del teólogo Mariá Corbí. En la sección final, se añaden una entrevista a Bobin, que le hiciera Cristina Rodés, en 2015, para la muy recomendable revista Dar lugar (http://www.darlugar.com), y un portafolio de retratos de Maribel Suárez, titulado “Maestros de la vida”.


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