Hasta el siglo 19, las mujeres que no escribían con seudónimos masculinos escribían para visibilizarse. Existimos, parecían constatar mientras llenaban las voluminosas páginas de sus novelones, muchas veces espléndidos. En no pocas ocasiones se atrevían a cuestionar las normas de la sociedad, las leyes de una vida que debían aceptar como normales incluso cuando eran terriblemente injustas. Hasta el siglo 19, las mujeres escritoras abogaban por la educación para ellas y para las niñas. Tenían que demostrar que eran seres pensantes y con sensibilidad, más allá de los dolores de menstruación, de parto y del ardor de los pezones.

En el siglo 20, las escritoras irrumpieron con un reclamo de mayor visibilidad. Ya no admitirían más silencios y, entonces, no solo exigieron más libertad para las mujeres y para toda la sociedad sino que abrieron una ventana que comunicaba sus ámbitos domésticos con lo que ocurría en la calle, más allá de las cocinas y el cuarto de coser. Las mujeres escritoras de los años 20 y 30, como nuestra gran Teresa de la Parra, nos mostraron sus ojos asomados a las celosías: estaban retenidas en las casas, constreñidas por la autoridad de los hombres, pero no estaban dormidas ni ciegas. Sabían lo que ocurría fuera de los muros.

Las escritoras de los años 50 y 60 reivindicaron su propia libertad y la soltura de sus cuerpos a través de la palabra. En la segunda mitad del siglo 20 invadimos los liceos, las universidades, las redacciones de periódicos, los parlamentos y conquistamos un pequeño tramo de los anaqueles donde se acomodan los libros de relatos, novelas, teatro y crónicas. Ya no estábamos relegadas al estante de las recetas de cocina y los consejos de puericultura.

Y un día llegó el siglo 21 y con él un ciclón de voces de mujeres narrando, argumentando, documentando, provocando y llevando la contraria. Ya no tenían que exigir visibilidad ni demostrar que existían. Habían sido relevadas también de la tarea de demostrar que el espacio público también les concernía. Y habían entregado contundentes pruebas de que el espacio hogareño podía ser material de apasionantes disquisiciones. Ahora venían a quitarle la epidermis a ese planeta del hogar, como quien despelleja una mandarina… y resultó que dentro de las paredes, incluso de las paredes recubiertas de delicado papel tapiz había horrores tan espeluznantes como aquellos que los escritores hombres contaban de la guerra, del agresivo mundo varonil. Eran mundos más horribles, incluso, porque anidaban allí donde debería haber protección, comprensión y apoyo.

Así llegamos a este libro “27 relatos escritos 14 cuentistas latinoamericanas”. Un número raro (27) no es par, no es redondo. Por lo menos, es múltiplo de tres. 27 cuentos de 14 escritoras provenientes de seis países latinoamericanos: Argentina, Colombia, Chile, México, Nicaragua y Venezuela. Misma lengua, pero paisajes disímiles, circunstancias políticas diferentes y desgarramientos más o menos diferentes. Y, sin embargo, todas las escritoras y todos sus relatos tienen un tono descarnado. A veces, desesperado. Alerta, en guardia.

Escritura de mujer que intenta por todos los medios no parecerlo. Lo es, sin embargo. Y mucho. Estas mujeres evidencian que los temas de las escritoras son los mismos de la generación anterior –incluso, de las generaciones anteriores–: la casa como continente (te contiene y te alberga); el deber; los hijos; el propio cuerpo, la vestimenta que protege y aísla el cuerpo asediado, la ropa y su relación con la piel, con el decoro, con la posición social; el amor con sus variantes, la ternura y la pasión; el temor al extraño, el horror a la violación, al rapto… Pero esta generación no tiene que detenerse en las capas superficiales, que ya han sido exploradas y narradas. Este grupo va directamente a las trampas de los viejos discursos y tradiciones. Desenmascara los asedios de la domesticidad. Lo que esta tiene de peligroso y violento.

En este libro, el entorno doméstico, la limitada comarca femenina, está poblado de monstruos: el príncipe azul devino depredador sexual. Hasta el lobo feroz de Caperucita Roja regresa en este libro convertido en una hiena fétida, verdaderamente letal.

Y, claro, está la culpa, ese lugar común de la feminidad: nunca somos lo suficientemente abnegadas, sacrificadas, empáticas, eficientes, protectoras, alimentadoras, cuidadoras… “Llenaban el tiempo haciendo mil cosas sin que nada fuera en realidad significativo”, dice un personaje masculino en el relato “El observador”, Georgina Viteri.

En este libro el otro no es solamente alguien a quien servir, cuidar, sonreír, amamantar, alimentar, arropar, que también. Pero el punto es que aquí el otro puede alimentarse de ti, de tu cuerpo, arroparse con tu piel, saciarse con tu carne y con tu sangre, desmembrarte para convertirte en un collage de museo… Y después de eso, todavía te va a ridiculizar, a exigir más, a hacerte dependiente y a hacerte volar por los aires.

Si en siglos y décadas anteriores las fantasías catastróficas del hogar estaban sublimadas, aquí la representación de lo privado es directamente espantoso. El cuerpo de la mujer es codiciado como un botín, penetrado, acuchillado, rebanado, humillado, arrollado… el hijo es testigo indiferente de la muerte de la madre; el amante ni se plantea acariciarte: él te ve directamente como un churrasco.

“No nos pusimos de acuerdo, ni les pedimos relatos de ese tipo”, me dice la escritora caraqueña Julieta Omaña Andueza, la antologista. “Llegaron así, sin que lo planificáramos”.

Tal unanimidad no puede ser coincidencia. No hay duda de que las escritoras perciben las aprensiones y temores de su tiempo. No por nada es la época en que el feminicidio ha recibido, por fin, un nombre; y ha dejado de verse como algo normal, algo que ellas se buscaron… Catorce mujeres que cuentan empieza a circular justamente cuando el abuso sexual empieza a percibirse masivamente como lo que es, un crimen horrendo, y no como un daño colateral, o una mala experiencia que se borra con jabón y un poco de buena actitud.

Catorce… no tiene la procesión por dentro. La sacó. Y se puso a la cabeza de ella.

Y lo otro es que todos los cuentos están bien escritos. Son la obra de escritoras profesionales, que saben lo que hacen. No escriben porque se fastidian, ni porque son monjas asfixiadas por el incienso o “histéricas” que no encuentran cómo canalizar los furores uterinos. Son escritoras cultas, que saben de estructura narrativa y conocen su tradición. Por eso siguen con la cantaleta de sus predecesoras, solo que no se andan con rodeos, claro.

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Catorce mujeres que cuentan

Narratio Aspectabilis

Idea, coordinación y compilación: Linda Báez Lacayo y Julieta Omaña Andueza

Ciudad de México, 2017


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