He creído ver en este libro de Flavia Pesci un libro de plegarias. Pensaba la orilla, pensaba el cuerpo mientras leía los poemas y los poemas me llegaban como plegarias: ruegos, reclamos, alabanzas. Pensaba entonces la plegaria como orilla. El lugar de la invocación, me decía, es un umbral, un borde indeciso donde lo clamado está ya presente en la forma misma de la voz que lo convoca y lo provoca, como un cuerpo a otro cuerpo.

Como un cuerpo, el poema se extiende para hacer venir a la palabra lo que la palabra convoca, y lo que la palabra convoca es, no hay duda, lo que falta. Cuerpos de palabras llamando, llameando, reclamando ardientes cuerpos ausentes para hacerlos aparecer en el breve destello del nombre que los nombra, los poemas.

Como plegarias, entonces, los poemas de Cuerpo en la orilla permanecen, así, en un limen, en una frontera vibrante, indefinida, donde mutuamente se reclaman dos ámbitos de ansiedad que no se colman: el cuerpo del deseo y la palabra que quiere colmarlo al reclamarlo.

Este juego, por supuesto, resulta interminable, como el ir y venir del oleaje en la orilla marina: la línea indecisa que une y desune, separa y aproxima, y por un instante parece que se detiene –infinitesimal su parvo parpadeo– para luego borrarse, evaporarse, dejando apenas su estela íngrima en la playa. Así el poema.

Así el poema, situación de palabra, se diría, que está siempre en una orilla, al borde de algo, asomado, abismado; sin resolverse, tenso; en lo indecible, inacabado. De ahí toma su fuerza, su persistencia: de esa suerte de víspera incesante que lo inunda todo de la promesa de lo porvenir.

Algo está viniendo siempre a la plegaria, como al poema: lo convocado que no se deja convencer, lo reclamado no alcanzado que se sigue resistiendo, aorillado, sin llegar.

En una de las plegarias de su libro, Pesci lo presume: “fracción de piel / diferida / desconocida / que amplifica a ciegas / el susurro de los roces // a ella entrego mi devoción / a veces recibe tímida ciertos rayos / duerme al cobijo de quien ignora / y sabe esperar (…)”.

Remuneradas de promesa –prometidas, comprometidas– las plegarias de Pesci responden a un paciente ritual de espera. Ávido, el cuerpo asiente porque presiente un colmo. Cauto, el poema aguarda, como una orilla, el húmedo caudal.

Hay en estas plegarias de Flavia Pesci variados registros: el desdén y la dádiva, la vehemencia y la apatía, la euforia y la caída, el éxtasis y el duelo, la rabia y la serenidad. Plegarias contenidas, severas y crueles como un puño, punzantes y más crueles, como un dardo preciso y decisivo. Plegarias, pues, epigramáticas que devuelven airadas las bofetadas recibidas. Plegarias sutiles, aéreas, volátiles. Plegarias extensas, minuciosas, detalladas. Elogiosas, memoriosas, reverentes, hirientes, predispuestas. Como cuerpos al lado de otros cuerpos. En su orilla.

Al final, estas plegarias invocan un ómphalos, un centro. Son rastros, estelas orientadas a un ombligo: un punto cósmico que es final y origen, lugar de arribo y abandono. Como una orilla.

Rafael Castillo Zapata, julio de 2017


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