Roland Barthes, en La cámara lúcida, dice que la fotografía es un “arte poco seguro”. Me llama la atención lo que entraña esta curiosa afirmación, además de su capacidad de generar nuevas preguntas, todas problemáticas. Es “poco seguro”, entonces, el oficio que desde su invención contribuyó a la creación, la normalización y hasta la alteración de las identidades. Desde la criminología, las ciencias médicas, los sistemas carcelarios, hasta el cine, las artes visuales y el más inocente retrato de familia, esta modalidad del registro que siempre despierta las más intrincadas preguntas, en algún punto “sabe” que todo oficio está destinado a la belleza y envenado por sus incertezas. Entonces, si se trata de que la cámara lance “luces” sobre las cosas, su falta de seguridad al mismo tiempo es una potencia, propia de la capacidad de fascinarse y andar por los caminos más personales, más inciertos. Esta seguridad relativa, la de apresar el instante de lo que ha sido, entonces, abre el espacio para las más diversas cavilaciones. Y desde luego, podrá replicarse, tal vez un fotógrafo no tenga que estar tomado por la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza de lo que hace, ni debe rendirse a la especulación sensitiva sobre sí mismo, pero se me ocurre pensar que en el caso de Armas sí es así. Y es más, agregaría, el acto de fotografiar y el de reflexionar caminan muy juntos por muchos momentos, casi podrían ser la misma cosa, cuando no dos estaciones muy cercanas del mismo tránsito.

Lo otro que intenta darle sustancia a esta mirada mía, muy poco segura, por cierto, está en la fascinación de Armas por la cámara regalada por el padre. Esa forma de apuntar el relato de su vida, en más de un momento, se ofrece como la señal de un destino, la marca de origen que apunta la evidencia de una pasión y el punto de partida de su propia mitología, en este caso emparentada con la raíz más próxima del árbol genealógico: yo vine al mundo para una cosa muy concreta y en ese regalo –es lo que podría hablar detrás del gesto– está una posibilidad de estar sobre la realidad. Bajo este motivo las expansiones de Armas serán diversas: el reporte de los espacios menos privilegiados del país, cierta melancolía –que también es bella– y en ocasiones contiene –y hasta supera– la inquietud política, porque está cargada de movimiento (baila y vibra). Hay, además, un conjunto de alusiones y citas: algunas están ocultas, otras no tanto. Ocurre en una toma de Nueva York, por ejemplo, cuando Marilyn Monroe parece mimetizada con la corona de miss liberty en una franela que pareciera expuesta en una tienda de recuerdos turísticos. Después de todo, eso lo recuerda esta imagen, Armas retrata a la reina pop y simultáneamente deja entrever el lado menos cool del sueño americano, cosa similar podría pasar en el terreno de la poesía con Ernesto Cardenal y su “Oración por Marilyn Monroe”.

Se trata de un diálogo con los espacios recorridos, los actuales y los del pasado, la historia –muy personal– de la fotografía y sus registros, los más urbanos entrelazados con los familiares y recónditos. Pero no se trata, es bueno insistir, de una captación meramente referencial, anclada en los hechos, ni empeñada en producir reflejos históricos, lo cual tampoco estaría mal, pero en el caso de Armas se trata de indagar sobre los rasgos de su particular universo, ahí pareciera estar situado él. Su vocación tiene un carácter, si se quiere deambulante, rotatorio y ramificado. Lo que retrata pareciera estar incrustado en una pequeña escena que la imaginación completa. Ariel Jiménez, en el estudio introductorio a la antología visual de Armas que acaba de editar La Cueva, lleva ese trayecto vocacional hacia las siguientes coordenadas: en la década de los ochenta, recuerda el curador e historiador del arte, el fotógrafo regresa a Venezuela y se dedica a componer la imagen de un momento muy particular del país. “Registra exposiciones y acontecimientos memorables”, anota Jiménez, “retrata a los protagonistas del medio artístico nacional; sus élites, sus clases medias, sus obreros, contribuyendo de alguna manera a conformar el imaginario venezolano y actuando, a veces sin percatarse de ello, como ese verdadero ingeniero de la memoria –arquitecto del alma– que es todo artista, todo hacedor de imágenes”. Desde una mirada retrospectiva, podría decirse, apreciado hoy el complejo microcosmos que es su portafolio, ahí está parte de la función “insegura” del arte que Armas practica: recuperar las visiones del pasado –lo que fue, sus inevitables contrastes– en tiempos de pena, no para ejercitarse en nostalgias inútiles, sino para aprender a mirar el presente y sus complejos tentáculos.

Hay un delicado corredor entre el deseo fotográfico y la exigencia del que quiere volverlo mirada bajo su pasión clasificatoria. Exige otro tiempo, tal vez más demorado: entra en juego y de manera deliberada la noción de obra, su conformación progresiva y hasta infinita, por todas las combinaciones que entraña. Intuyo que es en Armas un acto muy consciente, poco abandonado a los caprichos de la suerte; aún así, él mismo sabrá decir cómo se le revelan las series fotográficas, cómo da con las secuencias, cosa no menos misteriosa (como esa presencia del “señor” que suele aparecer en las más curiosas circunstancias: sombras, mangos, al lado de un reloj, en la casa familiar), cómo participa la intuición y la reflexión a la hora de conformar en una mirada la síntesis de una trayectoria cuyo arco sigue trazando señales estimulantes; y Jiménez, claro está, hace notar su innegable y coherente curso lineal, pero yo quisiera también lanzar el rabillo del ojo hacia las curvas que se asoman, los espacios más silenciosos y todavía no tocados por la voluntad y el proyecto: la aparición de otro espacio germinante.

Así, en Armas, la unidad de dos momentos: el disparo que hace la mirada y su posterior inclusión en una trama argumental. Si bien es un trabajo solitario, lleno de intuiciones, muy puertas adentro, exige la presencia de otras mediaciones, por ejemplo, editoriales. El mismo fotógrafo abre paso a esa presencia, en este caso la de Diana Vilera, cuya mirada también colaborará en dar la dirección al universo del más reciente portafolio de Ricardo Armas. Así damos con el mapa para andar dentro de su obra, recorrerla, reconocer sus lugares de circulación, bajo la compañía de un registro hemerográfico que recoge sus apariciones fundamentales en la prensa, las pistas de sus exposiciones dentro y fuera del país, entrevistas. Todo lo anterior, si bien es lateral a las imágenes en sí mismas, contribuye a levantar miradas alternativas –y oblicuas, por qué no– sobre su obra, nuevas redes de comprensión, incluso, desconocidas para el fotógrafo. Lo que más arriba llamé “mapa”, tal vez de forma muy ligera, es también un ejercicio autocrítico (determinar qué va, qué no), la invitación a seguir una línea en sus derivaciones impredecibles y la forma de representar el infinito que hay en el archivo de Armas. Y en la aparición de esta compleja arquitectura, percibo que algo se está escapando y esto puede que sea porque se trata de una obra abierta y diría que laberíntica, llena de vericuetos impredecibles. Pienso ahora en una conversación que tuvo con una de sus hermanas, Edda, creadora y poeta ella misma. Queda claro, así, cómo siente su oficio:

“No me había planteado ser fotógrafo; si me había planteado algo era ser arquitecto y no lo fui. Ahora, pasé cinco años en Nueva York y vi mucha fotografía, quizás lo mejor de la fotografía, quizás lo mejor de la fotografía del mundo. Aprendí unas técnicas, muchas técnicas, y sentí, a lo largo de esos años, que estaba explorando, que estaba aprendiendo a ser fotógrafo. De esos cinco años, hay alrededor de diez a quince trabajos que podrían desarrollarse o que ya están desarrollados; solo tendría que darles forma, y organizar lo que podría constituirse en varias exposiciones. Pues mi trabajo, en ese tiempo, fue tan denso que revisándolo podría sacar de allí exposiciones para el resto de mi vida sin tomar ni una fotografía más” (1).

Un poco antes, en esa misma conversación, Armas hizo otra curiosa afirmación. Pienso que la dejó caer como si fuera una gracia, de esas livianas, pero muy significativas: me gusta caminar. Se podría referir a su propio trabajo y la capacidad de leerse a sí mismo. Por el talante reflexivo con el que dirige sus procesos de creación, poco pareciera dejar al azar, aunque sean fundamentales sus intervenciones, tal y como puede ocurrir con la disposición para encontrarse con lo imprevisto propia del que gusta andar de paso. Y es más: creo que no hubiera podido intentar esta mirada sobre el trabajo de Armas de no tener en cuenta su vocación docente. En mucho de lo que hace participa implícita la voluntad de encausar, canalizar, explicar, orientar, construir una forma de mirar y poner en marcha las versiones de su experiencia creadora. Otra de las apasionadas intuiciones de Barthes tal vez apuntan hacia la misma línea de sentido: “los grandes retratistas”, asegura, “son grandes mitólogos”. ¿Y qué es –aquí– un mitólogo? No un mentiroso, para nada (dado que el mito lleva dentro de sí un relato infinito, lleno de versiones), sino un creador de mundos, el que recrea lejos de lo verificable, porque lo (re)imagina, lo funda con su mirada. Es un experto de la retrospección. Como Jano, una parte de sí no puede evitar mirar en reversa. Dentro de todo lo anterior, es posible encontrar un “fresco”, la composición articulada de y en las fotografías de Armas, la sensación secreta de su unidad móvil.

Otro detalle: una consciencia inclinada hacia estas cuestiones, de adoptar por un momento la certeza de estos presupuestos, tiende de manera casi natural al retrato. Si bien todavía queda pensar en las razones profundas de la voluntad cuando se mira a sí misma, sin perder de vista a los otros, cabe conjeturar que no se trata aquí –no, exactamente– de un documento sobre la propia experiencia, ni de un paisaje calcado, tampoco es la excusa de buscar en lo que está fuera los rasgos más propios; no bajo todas las circunstancias puede aceptarse que la fotografía es solo el pretexto para proyectar los propios deseos, algo de interés en los otros –sus vidas, sus pasiones– debe rondar aún en el ánimo más ganado para sí mismo. Podría ser, sí, en muchos casos, una representación alterada, llena de orificios y espacios permeables. Y en buena medida, de tanto insistir en la propia imagen, algo provoca su alteración. Pienso en Parmigianino y su “Autorretrato en espejo convexo” (1524). Las curvaturas, los relieves, las alteraciones de la mirada cuando se trata a sí misma, siempre conducen a las más insólitas formas de la extrañeza. Me detengo en todo lo anterior cada vez que vuelvo al ojo de Armas, asomado, en el tramo final de su fotolibro. Me digo: podría ser el símbolo de una pasión muy honda, la incisiva atención sobre sí mismo, como si tuviera la consciencia de que la representación altera, produce con(v)exiones, hace venir lo raro, lo instala en la atmósfera. Se trata de un reconocimiento ambivalente (el tiempo, sus extrañas curvas). Y entonces me detengo: ¡un momento!, ¿no ha podido ser un encuentro espontáneo, tal vez la combinación de la experiencia y la atención? Pasa, claro, cuando el reconocimiento no termina de cumplirse en el espejo, dado que ese mismo tiempo es el maestro de las convexiones. O cuando por segundos aparece lo más cercano al doble. Por ejemplo: en una fotografía que se cruza ante la mirada cuando se ojea un periódico al descuido. Suelen ser, además, por qué no, apariciones muy fragmentarias y fugaces. Algo así ocurrió en La double vie de Véronique, de Krzysztof Kieslowski: el tren avanza y en un parpadeo parece que dos rostros se reconocen. En el caso de Armas, el reconocimiento puede estar adherido cuando advierte un ojo, casualmente, en el muro de baldosas blancas. Y en un recorte muy particular, fuera de casa, reconoce sus iniciales en el aviso de una tienda. O tal vez, quizá el gesto más definitorio, cuando algo se ve en la imagen del padre, tal vez cierto rictus compartido, el “aire” que enlaza la composición de los rostros (confieso que este es tal vez el retrato más enigmático y resistente a todo comentario del libro).

Es un trazo riguroso y retador el de Armas. Se trata de una fotografía más de profundidades que de apariencias; las superficies que insinúan conducen a un secreto. No sé si valga la pena descubrirlo. Tal vez sea lo mejor dejarlo así, como oscuridad, si acaso bruma y cosa presentida que de pronto habla. Luego los saberes –tantos hay– se encargarán de palpar, cercar y entramar –tal vez entrampar– cuáles fueron las reales intenciones de este portafolio lleno de caminos cruzados y subterráneos. John Ashbery, por cierto, escribió un poema sobre la obra de Parmigianino. Se podría decir que lo hizo, sí, recostado de sus formas. Se llama, justamente, Autorretrato en espejo convexo. En esas páginas se entrevé la idea de que cuando llega el reconocimiento de alguna forma –afín al propio gusto– su origen es muy remoto: “nutren nuestros sueños, tan inconsecuentes hasta que un día / nos fijamos en el hueco que dejaron”. Y de ser así, es posible ver una parte de ese espacio por que el Armas parece decir que ha visto y presentido la lectura que él mismo ofrece de su obra, recortada y expandida, como un boomerang. Se ha lanzado y no se sabe lo que devolverá, apenas ahora puede darse cuenta de todo lo que anima, así sea calladamente, cuando otro ojo –el perplejo, el que trata de esquivar sus vicios perceptivos– se detiene en su secreto, siempre móvil, atento al juego entre la imagen y la palabra, el paisaje y sus tramas; así, bajo esta imagen del tránsito, recogida por la propia Vilera en Maestros de la fotografía de Venezuela, se me ocurre, podría sintetizarse algo muy singular –por intransferible– de Armas y su vocación:

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Notas

(1) “Retrato de un fotógrafo a través de una conversación y una lectura (1985)” En: Pensar con la fotografía. Selección e introducción: María Teresa Boulton. Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana, Colección Armando Reverón, serie Laberinto, 2006, p. 343. 


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