Desde niña tuvo deseos de libertad. La gente bohemia, underground, siempre le llamó la atención. “Me parecían tan autónomos en su aspecto, en su forma de actuar… Cuando veía malabaristas en la calle siempre les daba dinero porque me parecía admirable que eligieran ofrecer su arte en un semáforo y ganarse la vida honradamente. Cuando estaba en el colegio empecé a aprender cómo hacer swings, que son esas cadenas con bolas en llamas que haces girar en el aire. Empecé practicando con bolas de medias porque me daba miedo quemarme. Luego aprendí con fuego”.
Practicaba escondida. “Tenía 14 años y en mi casa me tenían demasiado sometida”, explica. Había hecho un casting para participar en una telenovela  juvenil y la eligieron para un papel, pero el proyecto quedó en el aire. Sus padres —él es comerciante y ella, esteticista— querían que fuera miss o doctora. “Como yo no quería ser ninguna de las dos cosas, decidí escaparme de mi casa para irme a recorrer el mundo, conocer otros lugares, ganar mi propio dinero y trabajar en un circo. Le escribí una carta de despedida a mi mamá diciéndole que la amaba, pidiéndole la bendición y explicándole que no me iba porque los odiara ni para hacerles daño, sino porque quería ser libre”.
Se fue con unos amigos malabaristas a Maracay y de ahí viajó a Barquisimeto, Guanare, Niquitao, Boconó, Barinas. “Vivíamos de los números que hacíamos en los semáforos; cuando no nos alcanzaba la plata para pagarnos un hotel, dormíamos en la calle, en cualquier plaza. Nunca nos pasó nada. Cada cierto tiempo llamaba a mi mamá para que no se preocupara, hasta que un día, cuatro meses después de haberme ido de la casa, me cayó la Lopnna en Mérida. Llegó la policía y me montaron en una patrulla. Gritaba, pataleaba. ‘¡Suéltenme, yo soy un alma libre!’. Mis papás me habían encontrado y me habían ido a buscar. Fue horrible. Estaba más rebelde que nunca y no quería volver”.
David, uno de sus compañeros, siempre le insistía en que si quería avanzar en este oficio tenía que estudiarlo bien. Cuando la trajeron a Caracas, siguió el consejo. Tenía 15 años y empezó a formarse con el Circo Nacional de Venezuela durante dos años, en un programa gratuito de perfeccionamiento artístico con artistas de otros países y con el que comenzó a participar en espectáculos. “En un receso, David y yo nos fuimos a Colombia para trabajar en semáforos. Decidimos ir también a Brasil a conocer Boa Vista y nos fue buenísimo porque allí aprecian muchísimo el arte de calle, así que decidimos quedarnos tres semanas para reunir más dinero”. La dueña de un circo que estaba de paso los vio practicando y les preguntó si tenían otros números. Podían hacer actos con monociclo, malabares, aros, números de payasos, baile y pulsadas con rola bola, ese cilindro con una tabla encima sobre el que se busca el equilibrio. Les ofreció hacerles una audición, los vio y les hizo una oferta.
Llamaron a Venezuela para avisar que no iban a volver. “Nos contrataron en un circo”.
 

La vida nómada

Aquello fue un sueño hecho realidad. Con el circo viajaron por Brasil durante casi dos años. “Aprendimos todo lo que pudimos”. Todo iba bien hasta que un día en Macapá, en medio de un acto, De Andrade se resbaló. El piso de la carpa estaba mojado y se dio un golpe tan fuerte que hasta el público se asustó. Se levantó y terminó su número, pero cuando atravesó el telón no se podía mover. Lloraba de dolor. Los bomberos la llevaron al hospital. Una fisura. Dos semanas de reposo.
“Volví al show y el dolor no se me quitaba; tenía que empezar a calentar dos horas antes para poder hacer mi acto”. Como no mejoraba, se hizo una resonancia que allá costaba 1.200 dólares: casi todo lo que su novio y ella habían ahorrado para comprar su propio motorhome. “Cuando estaba a punto de empezar la función ese mismo día, el médico me llamó para decir que ni se me ocurriera presentarme. ‘Tienes la columna fracturada. No puedes volver a hacer contorsiones nunca más. Tienes que estar inmóvil y guardar un año de reposo’. Yo lo que quería era ser contorsionista. Lo escuchaba y sentía que me derretía, que me rompía. Que el alma se me salía del cuerpo”.
Pasaba todo el día encerrada en su tráiler. No podía pasar mucho tiempo acostada ni tampoco de pie. “Lo peor era escuchar la música del intermedio, que era la que venía antes de mi acto, y no poder participar. Era una tortura. Me daban ataques de llanto todos los días”. Al mes y medio del reposo, la llamó Alberto Giarroco, quien le hizo el casting cuando tenía 14 años. Ahora sí iban a hacer la telenovela —A puro corazón— y la querían de vuelta. Le explicó que ya no era la niñita que él conoció y que estaba muy cambiada: cresta, tatuajes, túneles en las orejas, cuerpo de trapecista. “No importa, eso lo disimulamos. Eres tú”, le dijeron. “Regresé porque me había quedado esa espinita y eso era preferible que quedarme llorando en el circo. Además, ya tenía herramientas de expresión corporal. Fue una buena decisión porque la pasé genial, y tuve tan buena química con el protagonista que cambiaron la trama original para que termináramos juntos”. Enseguida el director Tony Rodríguez la llamó para hacer unos seriados basados en obras literarias. “Hice Cumbres borrascosas y me encantó”.
 

El despertar

Resuelta a volver a estudiar artes circenses y obtener su título formal, hizo primero una escala en la selva amazónica. “Nos quedamos por tres meses a vivir con una etnia llamada runikuin. Al estar en medio de la naturaleza llevas una vida completamente distinta, con otras costumbres. Estás lejos de la civilización, pero a la vez estás expuesta a otros peligros. Me encontré conmigo misma. Con ellos aprendí muchísimo de su estilo de vida, su cultura, cómo preparan sus medicinas. David y yo seguimos viajando por Suramérica como mochileros hasta que Lorena Scott, mi mánager, me llamó”. Unos productores de Venevisión querían conocerla para trabajar en una telenovela.
No quería venir. Por fin quería empezar sus estudios. “Ella insistió en que si no quería lo que me iban a ofrecer, por lo menos viniera a reunirme para decírselos yo misma. Cuando le presentaron el proyecto, me di cuenta de que el personaje, que se llama Ana, era yo”. Una muchacha muy natural, que es maestra y adora a los niños y los animales. Hizo el casting y la historia la atrapó. Cuando supo que era de Mónica Montañés y que el protagonista era José Ramón Barreto —su pareja en A puro corazón— terminó de entusiasmarse.
“No puedo contar mucho porque aún no me dejan, pero Para verte mejor es una historia que tiene mucha comedia y eso me encanta. Este proyecto es mi manera de seguir sembrando esa semillita de la actuación para más adelante. Que me hayan permitido ser la protagonista me honra y lo agradezco mucho. Lo he dado todo con mucho cariño y conciencia, porque todo lo que haces es aprendizaje”. Lo asume como un aporte no solo para sí misma, sino para darles a otros una visión diferente de las cosas. “Yo soy una chama real. No soy plástica ni envidiosa. No compito. Adonde voy, procuro dejar mi granito de bienestar social”. Poco a poco ha ido retomando también la vida de circo. “No soy tan flexible como antes porque por la lesión había dejado de entrenar, pero poco a poco voy mejorando. Ya participo en espectáculos otra vez y me siento muy bien”.
 

Una carta y un dibujo

 Hace poco, De Andrade recogió a un niño de la calle. “No tiene papás. Es el mayor de cuatro hermanitos —él tiene 9 años, su hermano 8, y las dos niñas 2 y 4— y en momentos distintos los fue perdiendo a todos: los dejaba en un lugar mientras pedía dinero y al regresar no los encontró más. Vivía solito en Plaza Venezuela y no quería juntarse con los niños que roban y fuman drogas; seguía buscando a sus hermanos. Le pregunté si no quería irse para mi casa a comer helado y dormir en una cama grandota”. Allí vivió unos días y luego le explicaron que lo que quería hacer no es legal, que según la Lopnna podían acusarla de secuestro. “Por eso lo llevé a una casa hogar donde lo han tratado muy bien y lo visito durante la semana. Al principio quería escaparse, pero ya tiene amiguitos y le gusta que les enseñe a hacer acroyoga. Me hizo una carta y un dibujo y a mi mamá le pide la bendición. En su mirada veo que es un niño muy bueno y que va a ser un gran hombre”, relata.
“Muchas veces juzgamos a las personas que viven en la calle y no actuamos por miedo. Vemos a un niño pidiendo comida y pensamos que es por vagabundería de los padres, cuando no sabemos si ese niño en verdad está solo o si lo están maltratando. Conocerlo y sacarlo de la calle ha sido lo mejor que me ha pasado y lo que más felicidad me ha dado; más que el circo, que la televisión, que cualquier otra cosa que haya hecho. Sigo buscando a sus hermanitos y quiero que él tenga un futuro mejor, lleno de amor. Yo confío en él y creo que cuando cada uno de nosotros hace su parte, por modesta que sea, todo empieza a transformarse. No podemos estar siempre solo en la quejadera. Si no dejamos el miedo ni hacemos algo mínimo por los demás, no cambiamos nada”.
 


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