Este es un libro que se te atraganta mientras respiras, que te puede amedrentar mientras te libera de miedos y tabúes.

Eso me digo ahora, luego de haberlo leído a lo largo de meses y al menos de dos versiones, unas cinco veces, África íntima. La primera de un modo lento, detallado, para descubrir. Las tres siguientes dejándome llevar, pasando páginas, deteniéndome aquí y allá, para atrapar al azar sus hilvanes. La última con el ánimo de quien ya merodea por tierra que no le resulta desconocida. En cada uno de esos viajes, al final, me quedó el mismo sabor, el mismo titilar en mi cabeza y en mi corazón y en mi ánimo. Un libro sangrante, veraz hasta la médula, y ceñido por la esperanza.

Libro que te mastica mientras lo digieres. Confesión prolongada, sobrecogedora, con un abandono del pudor del que solo es capaz la mujer. Escritura intensa, fluida, imprecatoria, enriquecida de sutil intertextualidad aquí y allá, iluminadora de la sordidez, de las caídas, del levantarse y mantener a flote las ilusiones, los ideales.

Quizás está marcado por un libro anterior de la autora, El ojo del mandril, pues también aquí es el ojo, la mirada, un ojo afilado e hiriente, impío, que dirige su ver y su decir, su excavar y su emerger con vísceras y con gritos, con gemidos y laberintos impregnados de interrogantes, de respuestas provisorias que obligan a dragar más al fondo. Seguro que está marcado por su poesía (cuatro poemarios publicados y, que sepa yo, al menos dos inéditos), que desprende desolación, desilusión, la vida como trayecto inevitable cuyo final nos espera desde el comienzo; memoria donde se acumulan los pasos de ese trayecto en un tejido de temporalidad que entrecruza la circularidad con lo lineal.

En todo caso, se trata de una escritora que ha emprendido su destino sin plantearle fintas, y, pese a dudas y zozobras, lo ha mantenido y mantiene con fuerza, fundado sobre “la irrestañable incomodidad humana” como tensión, conflicto, ruptura, parálisis, avances a ciegas. Soledad. Y es imposible que sea de otra manera cuando el vivir se alumbra desde la conciencia y el ánima: puede ser feliz o desdichada, próspera o miserable, en la trastienda siempre la ingénita tragedia. Frecuentemente nos abruma, nos pesa y su gravedad nos hunde, o nos celebramos por ella y en ella, y sus alas nos dan vuelo.

De esa manera, sin complacencia ninguna, está macerada, fermentada y servida esta África íntima, bordeando el filo. La muerte, los desarreglos profundos de la psique y del alma, el alcohol, la sexualidad irredenta y que, en ocasiones, se da de bruces ante la puerta de la banalidad.

Así somos, de esa materia estamos forjados cada uno y todos. Lo difícil es aceptar esa condición como conciencia que reverbera y se nutre de nuestro ser y de nuestro estar, y confesarlo, sobre todo a sí misma, porque hacerlo para los otros es el asunto más a mano y simple al que nos podemos dedicar.

No, esta suerte de memorial del miedo, de la angustia, de la ansiedad, también de la placidez y de la serenidad, no está escrito para interlocutores ajenos (aunque los habrá y se sentirán concernidos y heridos), sino para el yo que se abre al testimonio absoluto, estremecido, tembloroso y decidido, sin mixtificaciones ni hechizos ni ficciones.

Es una escritura pautada por la memoria, por su acercamiento al diarismo y al relato. En su carne espiritual se entremezclan la sentimentalidad y sus pasiones, el músculo viviente de lo anímico siempre en riesgo, al borde del derrumbe. En su cuerpo terrenal asoma las hojas amenazantes ese árbol oscuro que en Venezuela se alimenta de un gobierno facineroso (fascinante para otros), aterrorizador (paternal para muchos), tiránico (libertario para varios), destructor y corrosivo, corrupto (mientras desde el séquito braman: para construir es necesario destruir de raíz, confiscar bienes y almas), fanático y fértil en producir violencia política y delictiva (la partera de la historia ha de matar para engendrar al hombre nuevo, es lo que reescriben las comparsas entre los renglones oxidados de Marx y Guevara).

“¿Por qué siempre me ha parecido que la noche es más noche en Venezuela?” pregunta en alguna línea del texto.

La enérgica y compleja e inconclusa decisión de horadar en sí supera el onanismo y el narcisismo, se hace en contrapunto constante con la tragedia venezolana. La primera se alivia gracias al coraje de descubrirse sin maquillaje; y la segunda transida por el hecho de que ninguna persona puede conocerse fuera de su tiempo. Estamos, por tanto, frente a un libro que es autobiografía, introspección y comprensión de la historia que asedia tanto como el sida o la psicosis, que muerde a esta mujer que se atreve a escribir sobre ello sin ahorrase un gramo ni un centímetro ni un segundo, entregándose por completo.

Pero asimismo sobre el amor, el erótico y el materno-filial, bebidos como gozo y celebración, como posibilidad de sobrevivencia equilibrada y hasta placentera, a pesar de hospitales, clínicas, médicos, y que permite no solo “vivir para evitar morir” sino vivir para que la muerte se limite a aguardar su día mientras vivimos los nuestros. Las parejas, los amantes, los amigos y amigas, los hijos, en especial Sebastián (suerte de espejo y eje para la madre-confesora) que deviene en su ancla, en su pie a tierra, consciente de eso él mismo.

La enorme virtud literaria de este libro, me parece, consiste en su escritura limpia, transparente, cándida a veces (“¿cuánto tardaré en morir?” se pregunta ante el diagnóstico de seropositividad), reflexiva párrafo tras párrafo y que no se deja arrastrar por las brumas negras implícitas en la confesión. Escritura tanto más limpia cuanto más contaminada por los desechos y mugres de aquello que se devela. Y es en ese sentido donde se construye una virtud capital de esta África íntima, la que reside en su disposición de un “amor perversamente ilimitado”, de sortear los resquemores que podrían derivarse de lo pecaminoso, lo desordenado, lo no edificante.

Cuenta Laura Cracco con un faro que le ofrece soporte y guía, su cultura helenística sólida. Asidero explicativo, de comprensión, de vislumbre salvador (con su inevitable provisionalidad), cuando navega por las aguas más espesas de sus propias incertidumbres, contradicciones, perplejidades y derrumbes. La cultura como posibilidad terapéutica, como récipe alternativo y, acaso, de raíz. Y la fe, una cierta sacralidad y respeto por lo religioso y sus escritos. La escritura sobre cuyo sentido y utilidad pregunta una vez y otra a lo largo del libro, al que somete a los análisis de sus íntimos y al suyo propio (es un libro que la autora somete a juicio mientras se esfuerza en darle consistencia).

Así, este libro resulta también un preguntarse por la escritura, por sus sentidos, por sus posibilidades, por su naturaleza íntima, como esa África cuya vecindad estriba en que nuestro origen y atavismos se arraigan en ella. Continente aprisionado por una enfermedad que, como nuestros ancestros, proviene de su geografía. Imposible una intimidad mayor. Inevitable la primera, vadeable la otra tras peripecias plagadas de las dificultades de vivir en un país donde los fármacos imprescindibles no siempre están disponibles, tampoco los alimentos.

África deviene en metáfora de la vida (“el primer hogar de la especie”) y de sus miserias, dolores, orfandades, esperanzas, amores y rencores. “No se puede vivir con tanta transitoriedad a cuestas, se necesita un mínimo de ficción de eternidad”. Si, subrayo, estamos conscientes de que se trata de una ficción que permite encarar con estoicismo las obsesiones y orfandad (el film de Lynch, Blue Velvet, por ejemplo, aparece y reaparece, un enigma en cuyo decurso podría descubrir el código de la historia particular).

“―¿De qué tienes miedo?”. “―De mí”. Esta es la confesión esencial en una obra que, al decantarla, ofrece un testimonio no edulcorado, tremendo (y hasta temible). Pero no nos engañemos, luego nos advierte: “lo que narro puede producir la errónea impresión de que mi vida es el infierno que no es”, porque la acepta y asume sin desechar ni una migaja de lo vivido. Más adelante: “lo que escribo es impúdico y banal… no guardan correspondencia el asunto y el estilo. El friso de palabras preñadas de dolor muchas veces esconde una materia coja, calva, andrajosa… ¿Acaso no desafino, exagero y hago ostentación de mí misma contraviniendo el consejo de Cicerón?”. Digo yo: banal de ninguna manera, impúdico sí, por fortuna, pues dota al libro de una calidad imperecedera.

“Mi página hoy es mi fortuna”. De allí que se pierda y se rehaga sin fatiga, pues desde la areté griega, Laura Cracco se bate contra los estereotipos de la enfermedad incurable, de la vida como fosa común, del país como irremediable. Venezuela combatió y combate para que la alambrada jamás la encarcele. Y la autora lucha, y luchará, desde su escritura para que “el cansancio moral” no la abata. Esa es la profunda naturaleza de este libro: la ética de la resistencia, y aquel que no está disponible para ella es porque su vida no está viva.

De la bancarrota del país y de la de ella emergerán la reconstrucción y la clara necesidad de seguir creyendo y descreyendo, encontrando y perdiendo. Enfrentando a “la revolución”, aferrándose a la dignidad sin que la desolación le cancele la necesidad del otro, del prójimo cercano o lejano.

En suma, en este libro la ingrimitud de quien no está dispuesto a sucumbir se aviva en paralelo con un país asolado que no cesa de resistir. La reconquista de ese ser para sí y para el prójimo y de ese país para sí y para sus habitantes es el drama que incendia estas páginas con una fuerza moral inusitada, gracias a una escritura desnuda de ropajes suntuosos ni afeites, directa como un diamante donde la esperanza no deja de asomarse.

El combate es el padre de todas las cosas (esto dicen que afirmó Heráclito). A ese linaje pertenece este libro de Laura Cracco, compasivo y sin mixtificaciones, terrible y afectuoso, íntimo y comunitario, individual y solidario, terrible y afectuoso, nutrido de lunas sombrías por donde el sol, terco, tenaz como ella, asoma.


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