“La dictadura se ha robado los adjetivos, aun el más aciago ha perdido vigor. No sobran neologismos que no hayan sido usados y no se hayan revelado insuficientes. Ya muchos decimos Esto, sin epítetos, y así eludimos el esfuerzo inútil por aprehender la perversa ubicuidad del horror que nos aplasta y que pareciera estar ganando la batalla. Las palabras se van quedando exhaustas. Solamente los datos y las fotos pueden expresar algo sin enredarse en la maraña. Atrocidad, terror, destrucción, exterminio, perversión… chicle gastado. Esto se robó la retórica del socialismo. Esto ha concentrado la crueldad a fuerza de leyes y referéndums hasta darle la apariencia de inocencia. Esto despojó del coturno y el manto negro a la tragedia. A pie entre la multitud, camina ella indiferenciada, anónima; sin los centímetros extra de estatura que le proveían los zancos y la elevaban allende los simples mortales, incapaces de tamaña carga, y sin la máscara que le otorgaba majestad. Aquel efecto terapéutico que liberaba al espectador en las gradas al entrar en comunión con lo terrible se ha transformado en simple voyerismo. Descalza, andrajosa, indigna, transita nuestras mismas calles; observa las púas en el horizonte; salta hacia la acera segundos antes de ser atropellada; fallece una y otra vez en una camilla a la puerta de la sala de emergencias en cualquier hospital, en una cárcel, por una bala perdida o por no tener nada que ofrecer al asaltante. Se desmaya a causa del gas, sabe que su nombre está inscrito en una lista, que si grita será enjuiciada, que los diales en la radio se irán extinguiendo, que incluso su muerte será borrada en las cifras oficiales, que ni siquiera posee la nevera canjeable por una vida. La tragedia no recita en melodiosos metros yámbicos, la música le fue extirpada y balbucea el lenguaje procaz, átono y descarnado de las páginas amarillas. El coro impotente se niega a cantar, escarnece las metáforas, marcha en círculo alrededor de la orquesta. Da vueltas y vueltas, ya no espera un desenlace ni retiene nada para el epílogo. No se vislumbra sanación, no se experimenta consuelo, solo el dolor amoral y apolítico de la bestia”.

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“¡Cuánto deseo fraguar un final feliz, cuando menos uno que roce al epílogo que hacía al espectador abandonar las gradas aliviados porque atisbaron una forma de justicia más allá del mal, invicto, hermético en su sinrazón, Rowena! Que Esto no encorvara mis hombros, no se me atragantara; encontrar alguna forma de usar palabras vivas, un nudo cálido con que estrangular a la bestia. El desenlace de este libro está fuera de él. Exclusivamente afuera. No será, según dijo Aristóteles, lo que abarca una rotación del sol en la bóveda celeste y se asemeja a la vida de un solo hombre. Está en el otro, el tiempo brutal y monótono de la crónica que nos muele bajo los dientes de su preciso mecanismo”.


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