Francisco Massiani cumpliría 75 años este martes. Pocos días antes de su fallecimiento el primero de abril, terminó su última novela, cuyo título se llevó consigo. Sin embargo, dejó un legado en las letras venezolanas en las que irrumpió hace 50 años con Piedra de mar.

Luego de varias novelas, cuentos y dibujos, una bronquitis llevó a Massiani a una habitación de la clínica El Ávila, donde después de un accidente cerebrovascular vino la muerte. El miércoles a partir de las 9:00 am será velado en la capilla Imperial de la funeraria Vallés, en Caracas, y su entierro será a las 2:00 pm en el Cementerio del Este.

A Pancho, como todos le llamaban, el lenguaje le parecía muy curioso. Quería atraparlo en una obra y así reflejar la manera más viva de ese tiempo. También quería producir sentimientos, porque una literatura que no provoca ni risa ni llanto, que no conmociona, “no sirve”, decía.

Su deseo de escribir comenzó en Santiago de Chile, donde vivió ocho años de su infancia. Allí estudió primaria y los dos primeros años de la secundaria. Luego regresó a Caracas y culminó el bachillerato.

A continuación empezó a estudiar Arquitectura y la abandonó en el quinto semestre. Pasó por las aulas de Filosofía y tampoco terminó. “Dejé todo esto por la maldita necesidad de escribir y dibujar”, dijo una vez.

Sus primeras dos novelas cortas fueron publicadas en 1964. Cuatro años después las esperanzas y frustraciones de Corcho en su lenguaje coloquial forjarían, con Piedra de mar, una referencia para obras futuras. Eritza Liendo, profesora de Literatura venezolana en la Escuela de Comunicación Social de la UCV, señaló a propósito de los 50 años de esa novela que su gran virtud es recoger el alma juvenil, lo que la dota de significación y que, de esa forma, trasciende.

Massiani no se refería a la obra por su nombre, sino como una extensa carta escrita para un amor imposible: “Yo no quiero hablar de esos secretos por respeto. Esa mujer existe, pero nunca volví a verla. Un hombre se comunica con un libro”. Pronto, la juventud se convertiría en la viga de sus escritos.

También dibujaba. Su acercamiento a ese mundo se lo debió a su padre, Felipe Massiani, el hombre más grande de su vida y el único amigo que tenía, además de su hermano. Lo llevó a galerías y le entregó muchos libros.

Fumaba, bebía y vivió con mucha intensidad. Su primera cerveza se la tomó en un bar restaurante en La Florida y no le gustó. No obstante, su vida estuvo unida al alcohol “por apetito de Dios”. Su devoción por la bebida comenzó luego de su divorcio: “Nunca más me volví a casar porque un escritor no puede estar atado y tengo un profundo respeto por el amor”.

En 2015, la breve y salvaje historia de su vida fue filmada con el lente del entonces estudiante Manuel Guzmán, en un documental que, afirma el director, le cambió la vida. De Pancho recuerda la ternura, la humildad y la amistad. Confiesa que mucho de lo que es ahora se lo debe a él. Triste, recuerda, en Israel, donde reside, que Massiani era un ser aventurero del que aprendió mucho sobre el amor y la amistad.


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