“Prepárate para conocer al más grande y probablemente, el único verdadero filósofo vivo… El doctor Marx, pues ese es el nombre de mi ídolo, es todavía un hombre joven (tiene veinte años apenas). Le dará un tiro de gracia a la religión y a la filosofía medievales; en él se alían el espíritu más mordaz y la más profunda gravedad filosófica: imagina a Rousseau, a Voltaire, a Holbach, a Lessing, a Heine y a Hegel fundidos en una sola persona…”.

Eso decía por carta, el filósofo judío Moses Hess a un amigo, sobre Marx, en realidad entonces de 24 años. Si es cierto que toda obra de civilización lo es al mismo tiempo de barbarie, todo viene de Marx y todo regresa a él: la interpretación de sus doctrinas por los rusos y sus seguidores, la centuria pasada, condenó a la esclavitud y a la muerte a millones de seres humanos; pero sin él (en compañía de la socialdemocracia alemana que fundó), no existiría la sociedad abierta ni la justicia social en democracia, tal como la conocemos. Categorías como la de explotación y la de alienación, llaves para abrir y cerrar tantas puertas, se deben al genio de Marx, quien habiéndose cruzado con Wagner en las revoluciones de 1848, fue el autor de una ópera revolucionaria que cambió la historia y cuyas réplicas no cesan.

Caído el Muro de Berlín en 1989, los marxistas sobrevivientes han intentado desesperadamente salvar a la sustancia del accidente, es decir, la pureza de la doctrina de sus nefastas consecuencias históricas, mientras que los nuevos biógrafos del autor de El capital (1867­-1895) insisten en presentar un Marx genial, sí, pero acotado a lo que fue en principio: un pensador del siglo XIX.

Atado a su mesa en el Museo Británico, pues la pobreza y la promiscuidad le impedían trabajar en casa, donde procreó un hijo ilegítimo con la sirvienta y vio partir a dos de sus brillantes hijas hacia el matrimonio y el suicidio, Marx, dueño de una capacidad de trabajo prometeica, dejó su subsistencia material en manos de Friedrich Engels, el cofundador de su filosofía y quien en beneficio de la causa de El manifiesto comunista (1848), se convirtió en un burgués de Manchester. En contraste con Adam Smith, Marx escasamente pisó las fábricas y a diferencia de Lenin, pocas veces habló ante ese proletariado industrial que reescribiría, según él, la historia.

Como el último de los economistas clásicos, el legado de Marx es a la vez portentoso y discutible: su detallada radiografía del capitalismo victoriano no pudo extrapolarse al siguiente siglo y el sistema capitalista resultó mucho más perdurable y elástico de lo que quien nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, junto al río Mosela, supuso. Si bien, en las democracias avanzadas, la revolución nunca se produjo y la clase obrera, lejos de pauperizarse se benefició del empuje de las fuerzas productivas, para decirlo en los términos de Marx, los defensores de su legado afirman que la inequidad creciente e imperante en el planeta, mantiene la urgencia de su pensamiento.

Al filósofo de la historia, en aquel siglo suyo de los filósofos alemanes, le falló esa dialéctica que determinaba leyes inmutables. Lo que más detestaba, la apelación a la voluntad de las minorías revolucionarias, fue la que se impuso en Rusia, en China, en Cuba. Y las masas reclutadas las compusieron campesinos, tenidos por contrarrevolucionarios por ese lector obligado de historia de la Revolución francesa que fue Marx, un polemista feroz e inclemente: solo compite con Voltaire en acidez y acrimonia. Historiador delicioso y uno de los grandes periodistas políticos de la historia, releer a Marx nunca tiene desperdicio. Tan solo la prosa es formidable.

¿Es Marx culpable del Gulag? ¿Lo es Platón por haber diseñado la primera sociedad cerrada de la Historia? ¿Hay responsabilidad en Nietzsche porque el nazismo tomó municiones de su obra? La cuestión es espinosa. Si bien es factible la responsabilidad de un pensador por la posteridad de sus ideas, en el caso de Marx la respuesta está llena de paradojas. Inició su carrera denunciando la censura y aunque ejerció la liquidación ideológica de sus adversarios anarquistas, quienes muy pronto vieron en él un prospecto de déspota asiático, es muy difícil imaginar a este caballero respetuoso de la hospitalidad de la reina Victoria en el infierno de Stalin o Pol Pot, pues Marx también pertenece a la historia del liberalismo. Y nieto de rabinos, es protagónico en el drama antisemita: el comunismo, decía, libraría a los judíos del judaísmo, crematístico por definición.

Y cuando Marx se refería a “la dictadura del proletariado”, dice un Bertrand de Jouvenel, quien estuvo lejos de ser uno de sus propagandistas, el teórico revolucionario entendía, por dictadura, lo que los romanos: un interregno donde el uso de la fuerza termina con la anarquía y restaura a la república, que en sus términos era el fin de la Historia, el reino de la igualdad. En Marx, la más arraigada (y oculta) fe monoteísta se combinó con el cientificismo, tan optimista, de su siglo. Esa bomba de tiempo cayó en las peores manos, la de los rusos (ante quienes Marx se sentía siempre incómodo). Karl Marx no fue, como creía su ardiente admirador Hess en 1842, ni el único filósofo ni el más verdadero. Pero visto desde el año de su bicentenario, ha resultado ser –al menos para nosotros– el más decisivo.


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