Las medidas recientes  de la Unión Europea, que velan por el respeto de los derechos humanos en Venezuela y procuran la persecución de delitos de corrupción que traspasan las barreras nacionales, han sido consideradas por los voceros de la dictadura como un ataque contra nuestra  sociedad en su conjunto. 

Dada la insistencia de las afirmaciones que pretenden convertir unas decisiones  dirigidas contra un grupo de funcionarios en una afrenta contra la patria, conviene llamar la atención sobre el propósito de la decisión tomada por los gobiernos democráticos que fijan sus ojos en las calamidades del país.

Antes tomaron medidas semejantes los gobiernos de Canadá y Estados Unidos, para recibir igual respuesta de parte de los involucrados. Como hablan ahora, hablaron ellos de injerencismo, una palabra que pusieron de moda y que desembuchan cuando los vientos les son contrarios. Como afirmaron antes, afirman ahora que son víctimas del imperialismo que, de nuevo, pretende hollar el suelo sagrado de la patria.

Como aseguran en estos momentos, aseguraron ser el compendio de una persecución de objetivos oscuros, dirigida en términos generales contra valores esenciales del civismo, contra los principios legales de la república y contra el conjunto de las virtudes que forman el acervo nacionalista. De tanto machacar el discurso, de tanto rasgarse las vestiduras, seguramente no faltarán lo incautos y los fanáticos que se duelan por lo que exhiben como una agresión contra toda la colectividad.

Los gobiernos y los organismos supranacionales que han ordenado las aludidas sanciones solo se han detenido en un conjunto de funcionarios, cuya conducta merece severa reprobación. Apenas los ha movido la gravedad de los delitos de unos pocos, la seguridad de que han participado en ilícitos relacionados con hechos susceptibles de urgente remedio, como el narcotráfico, el lavado de dinero, la muerte y la tortura de un grupo numeroso  de sus indefensos gobernados.

En consecuencia, no se persigue a un país llamado Venezuela, sino a una banda de funcionarios que deben pagar sus culpas en los tribunales nacionales y extranjeros y que merecen repudio en las latitudes civilizadas.

Por eso las sanciones se han cuidado de identificar con precisión a los sancionados. Colocan sus nombres, refieren las funciones públicas que ejercen o ejercieron y las atrocidades de las cuales son responsables. Atrocidades que, por su tamaño y características, superan los límites domésticos para hacerse merecedoras de banquillos, policías, jueces, jurados, restricciones de tránsito y sentencias en el extranjero.

Ninguno de los Estados y de las instituciones que han promovido las medidas ha hecho acusaciones genéricas, ni han proferido expresiones que puedan dejar mal parado el gentilicio, ni insultan en sentido colectivo, como afirma el montón de sujetos que ya son famosos pájaros de cuenta a escala mundial.

En suma, mandatarios e instituciones respetables de la comunidad internacional consideran que en la cúpula de la dictadura existe una pandilla de malhechores contra los cuales deben aplicarse medidas sanitarias de naturaleza perentoria. Así lo han señalado ante los ojos del mundo.


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