Luego del gran paso hacia el rescate de la industria petrolera iniciada con la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, de manos de Juan Pablo Pérez Alfonzo, venezolano insigne y de indudable pensamiento democrático, hoy hemos llegado al abismo de la indecencia y del remate apresurado e indigno de nuestra riqueza petrolera al primero que toque la puerta y ofrezca algo en dólares, euros, yuanes o rublos, que al final da lo mismo siempre que produzca cierta ilusión en los anémicos bolsillos del señor Maduro.

Basta con recordar que si no fuera por los gobiernos democráticos, integrados por civiles estudiosos y con conciencia de patria (eso que tanto mientan los allegados a Maduro pero que no practican), lo poco que tenemos hoy en la industria petrolera y que estamos a punto de perder ya se lo hubiera llevado el viento. Porque el sentido de respeto, trato y conservación de esta riqueza se ha perdido, o mejor dicho, se está vendiendo a precio de remate.

Con la visita del señor presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, preceptor de Nicolás Maduro, tal como el susodicho se ha dado el lujo de anunciar en cadena de televisión al punto de querer asustar a los venezolanos con la amenaza de que, si llegara a presentarse una rebelión popular, actuaría con mayor fuerza y vileza que el gobernante turco luego del golpe militar que intentaron contra ese régimen.

No es poco lo que anuncia el señor Maduro porque en Turquía se cuentan por millares los fusilados, heridos, exiliados, prisioneros y condenados en juicios cuya validez ningún juez turco medianamente sensato intentaría hacer valer. Pero la deriva represiva y autoritaria de estos nuevos zares no tiene límites.

Y después se quejan de Bolsonaro, el presidente electo de Brasil, que ni siquiera ha comenzado a gobernar pero que, desde ya, es la nueva bestia negra de la izquierda corrupta latinoamericana. Y no es que uno duerma tranquilo con su llegada al poder en Brasil, nada de eso, pero comparado con los que están al mando de Nicaragua o Venezuela ya tenemos suficiente para un largo insomnio.

No es este un subcontinente para viejos ni para jóvenes, ni para nadie que alguna vez cometió el error de imaginar que sí podíamos construir un mundo radicalmente mejor. Y, sin embargo, vale la pena seguir intentando una resistencia desesperada e inevitable, necesaria y valiente. Porque aunque lo único que deseamos es una cierta decencia y la capacidad de recoger la basura en las calles, cuidar la vida de los ancianos y los niños, igualdad de derechos y respeto a las diferencias, estos actos tan sencillos hoy lucen inalcanzables ante la mezquindad mental y moral de quienes nos gobiernan.

Véase por ejemplo como los figurones del oficialismo se afanaban en vender (¡a precio de remate!) ante el presidente visitante lo poco que nos queda, utilizando para ello las mismas expresiones de los vendedores que se paran a las puertas de su tienda y gritan “pase adelante, marchante, tenemos petróleo, oro, diamantes y coltán, a precios sin competencia”.

Y esa capacidad para convertirse en vasallos que quieren raspar la olla sin perder tiempo no solo produce pena ajena –algo que ellos no sienten como es lógico pensar–, sino un inmenso dolor que taladra los huesos de la soberanía nacional.


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