Maduro quiere dialogar. Tiene ganas de hablar con los demás. El individuo que ha hecho del monólogo una señal de identidad y una forma de vivir, ha decidido intercambiar opiniones con el prójimo, especialmente con el prójimo que habita en la otra orilla y a quien ha despreciado olímpicamente. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de ese intempestivo cambio de maneras?

Maduro está solo. Está arrinconado. No sale de su oficina sin la compañía de un abigarrado ejército de guardaespaldas. Ya olvidó cómo son las calles o las casas de los amigos, y hasta la sede del partido de cual es dirigente, de tanta ausencia capaz de borrar memorias que antes eran entrañables. Los lugares del pasado y los habitantes de esos lugares han desaparecido de su entorno, como la arena que se desprende de las manos ante el menor de los movimientos. Si fue una situación cómoda, capaz de transmitir seguridad, si se sintió a gusto sin el estorbo de los interlocutores, se le ha vuelto un calvario del que no puede salir sino a través de movimientos desesperados.

Una tragedia, desde el punto de vista político, un aislamiento que solo se puede superar estrenándose en el hábito de la conversación. Decimos estrenándose porque escuchar los consejos inútiles de sus asesores y sentir el frío de la presencia de los custodios no es conversación sino opresión inútil, vacío insustancial y hueco. De allí que invite a una cadena de reuniones con los líderes de la oposición, auspiciada por México, Uruguay y Bolivia, los únicos amigos que le quedan en el exterior, porque su soledad no es solo doméstica. Adquiere proporciones gigantescas ante la ausencia de la abrumadora mayoría de los países del hemisferio y del Viejo Continente, que no lo quieren ver ni en pintura.

Antes pretendió dialogar. En la hora de los apuros anteriores quiso ofrecer la mano a los adversarios para evitar el crecimiento de los aprietos que pasaba porque el pueblo ya no lo soportaba por la atrocidad de su gobierno, y porque le convenía comerciar con la imagen de negociador, de sujeto dispuesto a los tratos civilizados que podían lavarle la cara. Las célebres sesiones de República Dominicana, sede de una parodia de preacuerdos y de una comparsa de acercamientos que jamás ocurrieron debido a la intemperancia de la dictadura, a las absurdas ventajas que pretendía imponer ante los líderes de la oposición, remiten a una patraña difícil de olvidar que no debe tener nueva edición.

¿Por qué? Porque no se puede olvidar la burla de la República Dominicana. Porque la oposición ha aprendido la lección del infructuoso y burlesco acercamiento. Porque la oposición está más fuerte que nunca y puede imponer sus decisiones con el respaldo popular y con la ayuda internacional. Porque Maduro perdió las facultades del hablante normal, de tanta clausura con sus acólitos. Porque no tiene nada qué ofrecer para permitir tratos dignos de tal nombre. La posibilidad de conversaciones con el usurpador y con los empleados que todavía le quedan debe limitarse, en caso de que suceda, a acelerar los pasos de su salida del gobierno, a levantar a toda prisa el puente que lo expulse de Venezuela de una buena vez. Si no, que se quede hablando solo.


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