Ayer, en este espacio, adelantamos algunos puntos de vista  sobre un tema que, sin querer queriendo, ha devenido en principal bandera de las protestas que, a pesar de  bombazos de altura, perdigonazos y balazos prodigados a discreción por la policía y la guardia (nacionales, bolivarianas y pretorianas, ambas) contra la ciudadanía indefensa, están floreciendo en lo que algún opinador podría calificar, metafóricamente y echando mano de una frase tópica, de “primavera venezolana” —quizá, en lugar de encomillado, convenga usar signos de interrogación —, en alusión a este nuevo abril, aparente reedición de la rebeldía que, tres lustros atrás, desplazó fugazmente del poder al culpable, y no es un bolero, de todos estos  males, tormentos,  angustias y quebrantos  que ahora padecemos.

Nos referimos a las elecciones, ese mecanismo constitucional de alternancia escamotado por  Maduro que, ahora, cual caramelito de cianuro,  lo ofrece sibilinamente a la nación que mayoritariamente le repudia. “Las elecciones de Maduro” titulamos ese editorial y lo hicimos con la deliberada intención de alertar a quienes, motivados por el hartazgo y la desesperación, pueden pisar esa concha de mango que ya Chávez utilizó con eficacia cada vez que las circunstancias lo apremiaban. Maduro no es Chávez, aunque intente duplicarlo con sobreactuadas imitaciones y una manipulación vocal que delata su impostura, pero tiene tras suyo los mismos áulicos habaneros, de modo que cuando adelanta la posibilidad de medirse en una contienda comicial  que ya ha perdido importancia lo hace con la misma flauta duerme culebras e idéntica finalidad con las que embarcó a la MUD, a sabiendas de que naufragaría, en la nave del diálogo; pero, si la oposición, mediante una eficaz campaña y una contundente convocatoria, le imprime carácter plebiscitario para precipitar la renuncia de quien  la sugiere, entonces — sólo entonces y acaso — valdría la pena arriesgar el capital político acumulado durante estas jornadas de insurgencia ciudadana contra el golpe de Estado judicial y  sus perpetradores

El tema  ha suscitado un saludable debate entre quienes ven en las elecciones una salida constitucional a la crónica crisis de gobernanza desatada desde la digitación de Maduro y los que  intuyen, ¡no puede ser verdad tanta belleza!, que se está colocando una enorme piedra en la vía de escape para que volvamos, humanos, demasiado humanos al fin, a tropezar con ella. Hay argumentos valederos y alegatos desechables  en ambas apreciaciones.

Almagro, al expresar su admiración por el coraje del pueblo venezolano, dejó claro que, a su entender y parecer, “no son las armas las que legitiman un gobierno, son las elecciones”. Bien por el secretario general de la OEA, mas con todo respeto, debemos señalar que esa legitimación es tramposa cuando el árbitro sólo atiende a la voz del amo; y, sabemos, el poder electoral venezolano está, sospechamos que voluntaria y entusiastamente, a merced   del ejecutivo, de manera que  una eventual validación del mandato madurista sería una estafa más que agregar al prontuario criminal de autoridades espurias asociadas para delinquir.  Si los votos se pesaran en vez de ser contados, como ambicionaba Schiller, a Maduro lo aplastaría la repulsa. Pero se cuentan… ¡y en la calculadora del CNE!


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