Una de las formas de atacar, sin posibilidad de discusión, las acusaciones por traición a la patria a las cuales acude la usurpación para coartar la acción de un grupo de diputados de oposición consiste en detenerse en su origen espurio. Un TSJ carente de legitimidad, escogido de prisa por los voceros del régimen como escudo de protección, sin atenerse a las normas  que privan en una selección que se debe caracterizar por la pulcritud, basta para descalificar lo que dispongan sus miembros en materia política. Un supuesto parlamento, llamado constituyente y salido de un proceso electoral amañado y ventajista, sin vínculos  con la voluntad popular, carece de autoridad y de respetabilidad para apoyar las decisiones de una magistratura legalmente inexistente.

En consecuencia, los juristas tienen argumentos de sobra para rebatir la decisión de acusar de antipatriotas a unos políticos que hacen su trabajo siguiendo las fórmulas proclamadas por la carta magna. Cualquier practicante de la Facultad de Derecho se luciría en un pleito contra semejante arbitrariedad. De allí que, mientras los abogados hacen un trabajo que nos será difícil, ahora nos aproximemos al caso partiendo de la canallada que significa, del contenido abominable e insostenible de una persecución de cuño autoritario y caprichoso que solo se parangona con conductas semejantes que se tomaron durante la tiranía de Juan Vicente Gómez.

Durante el gomecismo se estableció una ajustada sinonimia entre la virtud del patriotismo y la figura del tirano. La división entre los bendecidos y los aborrecidos por el régimen dependía de su entrega a la figura del “hombre fuerte y bueno” que regía los destinos de la sociedad por mandato de las leyes sociales. Una campaña de los intelectuales más famosos y de la prensa de gran circulación, se encargó de asegurar que la patria era Gómez y que Gómez era la patria, para que los venezolanos supieran a qué atenerse.

Una traducción tendenciosa y malévola, un deleznable vínculo  hecho desde la cúpula durante 27 años, que no solo conducía a la execración de los disidentes, sino  también a que fueran condenados a terribles penas. Miles de venezolanos, metidos a la fuerza en la casilla de la antipatria, pagaron severas condenas en las cárceles, fueron víctimas de crueles torturas o asesinados sin fórmula de juicio. Su delito fue oponerse a una de las satrapías más ignominiosas de América, pero, como Gómez dijo que eran “malos hijos de la patria”, padecieron penalidades infinitas y vergonzosas.

¿Quién determina hoy qué es la patria y quiénes son los antipatriotas? Maduro es la patria, como lo fue antes Chávez, y sus adversarios, como se oponen a ellos y a lo que representan, son acusados del delito de “traición a la patria”. El PSUV es la voz de la patria, y, valiéndose de las instituciones espurias que son sus servidoras obedientes, ha creado un infierno en cuyas candelas deben arder los “malos hijos de la patria” sobre cuya existencia se tuvo la primera noticia en Venezuela debido a una expresión de un ominoso dictador, del bagre criminal que se impuso a sangre y fuego sobre la sociedad.

El problema del delito de traición a la patria no es solo lo ilegal de su procedencia, que es descomunal como se planteó al principio, sino el camino expedito que abre para cometer injusticias y hasta crímenes que no admite  la sociabilidad civilizada, que no caben en el programa de una república que muchas luchas ha realizado para librarse de la ignominia de las satrapías, de los atropellos de los mandones que ni siquiera tienen ideas en la cabeza para sostener su continuismo.


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