La actividad de la llamada ANC ha hecho realidad los pronósticos que la anunciaban como un apéndice servicial de la dictadura, fabricado de urgencia a su imagen y semejanza. El espurio origen no auguraba situaciones distintas, pero la realidad se ha encargado de concretarlas hasta límites de vergüenza que ni siquiera su directiva se ha ocupado de ocultar para disimular los delitos de una parcialidad sin límites, cuyo propósito no es otro que la liquidación de los vestigios de republicanismo que todavía se observan en Venezuela.

Ya sabemos cómo fue el parto: una elección que no abarcó el universo general de electores y que se caracterizó por la flaca participación de los convocados, para evidenciar un manejo ilegal sin cabida en el marco constitucional y chocante con el principio de la soberanía popular. De ese amaño, llevado a cabo con el consentimiento cómplice del Consejo Nacional Electoral y ante las narices de las grandes mayorías, han surgido las burlas que hoy forman la esencia de un absurdo manejo sin relación con las prácticas propias de los parlamentos escogidos democráticamente.

De acuerdo con los anuncios del dictador convocante, la tal ANC se encargaría de revisar con cuidado el contenido de la Constitución para redactar una nueva, que corrigiera los defectos y llenara los vacíos del manual vigente. Ya la excusa era estrambótica, debido a que el chavismo se había encargado de machacar hasta la saciedad la idea de que teníamos aquí “la mejor Constitución del mundo”, pero la paladina afirmación no evitó que Nicolás Maduro propusiera su remiendo urgente a través del cuerpo colegiado que se había sacado de la manga para que le sirviera de oscuro salvavidas en horas de naufragio.

Uno de los rasgos del trabajo de la tal ANC ha sido la ausencia de debates no solo sobre los contenidos constitucionales, sino también sobre asuntos fundamentales que afligen a la sociedad y necesitan la atención del oficialismo. Las discusiones propias de los parlamentos han sido reemplazadas por un bosque de manos alzadas que acatan las decisiones de la directiva, o de algún portavoz gobiernero de alto coturno, sin siquiera una posibilidad de objeción o distancia. Todo es amén, todo es silencio sepulcral, todo es faena de manumisos, mientras el propósito de redactar una nueva Constitución reposa en gaveta profunda.

El tiempo se les va en buscar la manera de reducir el campo de la oposición, de disminuir a sus portavoces, de arrinconar a la ANlegítimamente constituida y de reducir la influencia de las pocas instituciones que aún gozan de autonomía.

No hace nada fructífero, a menos que se le conceda utilidad al apoyo de presupuestos sin soporte legal, a su complicidad con el TSJ, a la designación de autoridades ilegítimas y a su cerrada pugna con los verdaderos representantes del pueblo. Su función exclusiva es el apoyo a los caprichos del dictador, la salvaguarda de una “revolución” descompuesta e ineficaz. Tales son los frutos del árbol rojo rojito que nació torcido.


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