En una crónica por demás lúcida y precisa del escritor Francisco Suniaga, aparecida en el portal Prodavinci, se recorre uno de los sucesos que sacudió a Venezuela en los comienzos de la era democrática iniciada con la caída de la dictadura de Pérez Jiménez: el atentado contra el presidente Rómulo Betancourt en Los Próceres. El autor intelectual y financista fue Rafael Leónidas Trujillo, dictador y dueño de vidas y negocios en República Dominicana.

En ese atentado murió, para desgracia de las Fuerzas Armadas, un coronel honesto, sencillo y leal, Ramón Armas Pérez, muy querido en Maracay y ascendido post morten al grado de general de brigada. No merecía esa muerte pues se la había jugado, junto con otros jóvenes oficiales, en las conspiraciones que luego condujeron a los alzamientos ocurridos el primero de enero de 1958 y del 23 de enero. Betancourt lo había llamado a su lado por su actitud noble, su honestidad y su valor como hombre de armas. Muy diferente a lo que ocurre ahora. En verdad, nunca le gustaron los chanchullos ni los negocios.

A Armas Pérez jamás se le escuchó dar vivas al capitalismo o ir la Casa Blanca a inclinarse ante al presidente Eisenhower, o ante el siniestro John Foster Dulles, secretario de Estado norteamericano, escasamente querido en América Latina.

Su pasión era Venezuela, sus Fuerzas Armadas y la Aviación Militar. Nunca mostró interés en inclinarse ante otro gobierno extranjero y, como era lógico, ello lo convertía en un oficial muy querido en la base aérea de Maracay y en los cuarteles del Ejército en la capital de Aragua.

No está de más recordarles a los militares del oficialismo que si no hubiese sido por esos oficiales que, haciendo a un lado sus intereses personales y poniendo en peligro su carrera profesional (de hecho muchos cayeron presos, fueron torturados, dados de baja y obligados al exilio), la dictadura estaría entre nosotros y la democracia no hubiera renacido, con todos sus defectos pero con todas y cada una de sus virtudes, que son bastantes.

Luego llegaron los años de la violencia revolucionaria y pro-cubana, impulsada por Fidel Castro y el Che Guevara. Era una batalla perdida de antemano, como bien lo advirtió el Che. “A los venezolanos les gusta la democracia”, dijo. Y, sin embargo, Fidel Castro insistió y nos envió al general Ochoa que desembarcó en Machurucuto. Fue un fracaso monumental pero que significó, años tras años, olas de sangre, de jóvenes muertos en combate y de prisioneros conducidos a cárceles infernales.

Luego llegó la pacificación, una pausa ambigua y azarosa, porque las heridas eran muy profundas. En el camino quedaron experiencias espantosas que hoy, para desgracia de la vieja izquierda, recuerdan centenares de violaciones de derechos humanos. Ahora se cierra el círculo, la culebra se muerde la cola y los torturados de ayer son los torturadores de hoy.

Estamos leyendo un periódico de ayer: los mismos atropellos policiales y militares, las repudiables desapariciones, las mismas e inaceptables torturas y las mismas prisiones inaccesibles a los familiares de los presos políticos. Hemos regresado a los años sesenta del inicio de la democracia, pero los  carceleros ahora son los hijos de quienes aquella vez sufrieron la represión. Qué asco.  

   

  


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