No son buenas noticias para Venezuela ni para España el hecho de que la estabilidad del gobierno de Mariano Rajoy se haya derrumbado ante una jugada inesperada del líder socialista Pedro Sánchez.

A pesar de que Rajoy parecía haber domado la tormenta, luego de haber logrado una mayoría precaria para la aprobación de los presupuestos nacionales, en realidad estaba abriendo las puertas para que Sánchez viera culminada sus ambiciones no precisamente claras y transparentes.

Con todos sus errores y defectos, Rajoy logró darle a España una cierta estabilidad económica y política que permitió reconstruir, al menos en parte, el desastre dejado por el incompetente y blandengue José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre que hasta renegó de su apellido para hacerlo más sonoro electoralmente.

Como era de esperarse, Zapatero dejó a España sumida en una crisis económica de grandes proporciones. Su triunfo se debió a una infeliz y cruel coincidencia del peor atentado sufrido por España en medio de una campaña electoral en la que llevaba las de perder.

A Rajoy, en cambio, le tocó un escenario diferente porque siendo un hombre de derecha, a la antigua manera, hubo de cargar con el desastre que había heredado y que no era poca carga para una España desorientada y exhausta, al borde de la vergüenza de la quiebra fiscal, del crecimiento indetenible del paro, de la huída de los grandes capitales y de la tambaleante actividad bancaria que se balanceaba entre los viejos métodos y las más imperiosas de modernidad y crecimiento.

No quedan dudas de que entre las ruinas y la quiebra que dejó Zapatero y la España de hoy en recuperación hay una distancia enorme que –todo hay que decirlo– se trata de reducir a lo más mínimo posible. No olvidemos que con Felipe González se vivió una época llena de incertidumbres sobre las verdaderas intenciones de la derecha recalcitrante, pero que el equipo que reunió en su gestión le dio a España una modernidad que el dictador Franco había impedido y oscurecido a más no poder.

El caso es que resulta muy difícil pensar que Pedro Sánchez puede alcanzar el brillo de la gestión inicial de Felipe González, que le dio al socialismo un aire nuevo y fresco, una actitud ante la vida que los socialistas gruñones habían olvidado. Pensar en el famoso y ya clásico modelo de la Transición Española y, a la vez, olvidarse que sin aquellos que fueron llegando después para continuar sin cesar la labor, que ya estaba escrita y propuesta, nada se habría ganado.

Mariano Rajoy cumplió en la medida de lo posible y, hasta cierto punto, más allá de lo esperado. Eso hay que reconocerlo, siempre batiéndose a su manera contra una serie de escaladores y aprendices anémicos de argumentos, pero especialistas en poses revolucionarias. 

Deja en manos de Pedro Sánchez, que es hoy una incógnita hasta para sus propios partidarios (que nunca le han dado una mayoría sustancial para ir más allá de la jefatura del partido), un papel peliagudo como es el de tratar con un batiburrillo de aliados que no confían en él, que saben de su debilidad para crear alianzas duraderas sino oportunistas, como es el caso de los mercenarios de  Podemos, de los independentistas de Cataluña o de los nacionalistas vascos.    

  


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