En Venezuela no se produjo ni se producirá nunca esa absurda pretensión llamada revolución bolivariana. No se produjo ni se producirá, en primer lugar, porque Chávez y su corte de ladrones no contaron nunca con un proyecto que pudiese cambiar el orden social, político, cultural y los llamados modos de producción que, desde mediados del siglo XIX, comenzaron a levantarse en el país, de forma paulatina. No disponían de un plan maestro sino de un voraz e insaciable deseo de robar.

Instalados en el poder comenzó el desfile de fórmulas tan ampulosas como huecas: el árbol de las tres raíces, los cinco motores, las tres R, los siete ejes y otras estupideces semejantes. Mientras tanto, el robo crecía de forma exponencial. Pero el saqueo de las riquezas nunca se produce solo: viene aparejado de una voluntad de destrucción. La historia de las empresas que fueron expropiadas es realmente representativa. La inmensa mayoría eran empresas productivas. Una vez en manos del chavismo, comenzaron a llamarlas empresas socialistas. Las rodearon de anuncios y propagandas. Gerentes, jefes sindicales y trabajadores aparecían en Venezolana de Televisión, en Aló, presidente y en las cadenas, cantando las maravillas de la administración revolucionaria.

Durante años y años, en centenares y centenares de ocasiones, los venezolanos fuimos sometidos a sesiones de circo, siempre bajo el mismo esquema: personas vestidas de rojo, interrogadas por Chávez –y en esa farsa participaban ministros, presidentes de empresas públicas, gobernadores, alcaldes y otros funcionarios– tomaban el micrófono y hacían anuncios estrambóticos: incrementos de la producción, desaparición de los conflictos laborales, creación de soluciones, abaratamiento de los precios de venta al público, y otras maravillas de la capacidad incalculable de Chávez y sus agentes de mentir sin rubor.

Pero todo aquello no solo era mentira, sino que constituía un relato en sentido contrario a lo que estaba ocurriendo. Las empresas se estaban hundiendo. En pocos meses y hasta en el tiempo récord de seis a ocho semanas, la destrucción comenzó a ser evidente. Esto es lo primordial: se destruyó lo que había y no fue remplazado por nada. La proliferación de empresas socialistas, de supuestas Empresas de Producción Social –las EPS–, de fundos zamoranos y otras sandeces, resultó en un fiasco de dimensiones grotescas: en todo el país, en todas las industrias sin excepción.

No se salvó nada: ni las industrias, ni las fincas, ni las industrias, ni tampoco Pdvsa, que probablemente es el caso más extremo y brutal de destrucción de una gran industria desde la Segunda Guerra Mundial a esta fecha. Y si incluyo esa referencia, es por esto: Pdvsa está destruida. Estructuralmente destruida. Sus instalaciones, podridas y renqueantes por falta de mantenimiento. Su producción, en picada. Sus capacidades técnicas, prácticamente nulas. Sus cuentas, saqueadas. Aquella frase ridícula de “Ahora Pdvsa es de todos”, en la realidad se ha transformado en “Ahora Pdvsa es nada”. O, peor, en un pantano cuyo hueco financiero posiblemente costará décadas para ser subsanado.

La lógica mental del chavismo-madurismo es la de la banda delincuencial: robarlo todo, destruir cada institución o empresa, salir huyendo. De forma simultánea, han sembrado el país de más y más bandas armadas, que se han repartido el control del territorio como si Venezuela fuese un botín.

Esas bandas, a las que me he referido en artículos anteriores, son los grupos de delincuentes –algunos de ellos manejados desde las cárceles–, los colectivos, algunos cuerpos policiales, las milicias, las FARC, los paramilitares chavistas –como la del intocable Valentín Santana que llega al extremo de desfilar por las calles del centro de Caracas–, el Alto Mando Militar, la Guardia Nacional Bolivariana, la Fuerza Bolivariana de Liberación (que controla la región del Alto Apure, y que es el órgano operativo del narcotráfico y el secuestro en la zona), el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, la Dirección de Contrainteligencia Militar, el Conas, las FAES y otros. Se trata de cuerpos que vigilan, reprimen, impiden el derecho de la sociedad a la protesta.

La cantidad de armas y equipos que estas organizaciones disponen, uniformadas o no, todavía incitan a algunos analistas a mencionar la posibilidad de una guerra civil. Especulan alrededor de esa idea porque no entienden la inmensa desproporción que existe entre una sociedad desarmada, hambrienta, enferma y que es perseguida de forma inclemente en cada rincón del país, y un poder con probada capacidad de gasear, apresar, reprimir, disparar y matar.

La realidad de Venezuela, los hechos que se acumulan día a día, las experiencias concretas y diarias de las familias de la mayoría de los estratos sociales, las condiciones en que operan los trabajadores, la impotencia de los salarios, la destrucción del sistema productivo nacional, la hiperinflación, la escasez de los productos y servicios básicos que hacen posible la existencia, todo ello precedido y rodeado de la constante amenaza de un poder militarizado y armado, no deja lugar a dudas: ni revolución ni guerra civil, sino una brutal y asimétrica guerra en contra del pueblo.


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