Cuando las cosas no salen como uno quiere, cuando se complican o se atascan, es usual que culpemos a la dirigencia. La renuencia en buscar y encontrar responsabilidades colectivas no abunda en nuestros contornos, como si la evolución de los caminos políticos y los problemas para encontrar la meta dependieran exclusivamente de un guía, o de un conjunto de ellos. Es un asunto sobre el cual se debe reflexionar en estas horas colmadas de dificultades.

Es cierto que los fenómenos sociales dependen de la lucidez de su dirigencia, de cómo se las arreglan los líderes para que la nave llegue a tiempo a buen puerto, pero es solo una verdad a medias. La voz que se alza sobre las demás para dirigir el itinerario de la política es esencial para que un proyecto relacionado con los negocios públicos cumpla su cometido, especialmente si ha nacido de la claridad de quien la pronuncia y de la confianza que genera en las multitudes, pero no es ni debe ser un motivo exclusivo y excluyente.

También es cierto que el pueblo no solo necesita esa voz, sino que clama por ella. La incertidumbre busca la aparición de la confianza, la complicación se aferra a lo que parece solución sencilla, y generalmente se piensa que las cualidades reclamadas no están en la masa sino en el faro de un candil individual, o en un grupo de linternas potentes que iluminarán la ruta para llegar a la tierra prometida. Pero conviene pensar en la limitación de esos lucernarios, en que no son sobrehumanos sino todo lo contrario, para que la colectividad entienda que su papel no debe depender en delante de lo que disponga desde arriba un grupo estelar de baquianos.

¿No hemos aprendido nada como sociedad, durante dos décadas de chavismo? ¿Seguimos esperando, como en los tiempos de la democracia representativa, que las direcciones y las soluciones salgan de la oficina de un equipo de superdotados que se harán cargo del destino colectivo? La experiencia de la hegemonía chavista ha hecho que comprendamos de manera diversa los asuntos políticos y que maduremos en su lidia, hasta el punto de desarrollar conductas responsables y maduras que jamás se vieron en el pasado y que pueden conducir a éxitos extraordinarios en la búsqueda de la libertad y en el restablecimiento de la democracia. Sobre eso no cabe duda, sobran las evidencias en torno al nacimiento de una ciudadanía que pocas veces hizo acto de presencia en el siglo XX, pero todavía predomina una vacilación en materia de participación ciudadana que se hace más evidente cuando la meta que se anhela se hace esquiva.

De allí a necesidad de sugerir una reflexión sobre la obligación de ciudadanía que se hace ahora perentoria. Lo cual obliga a llamar la atención de los líderes para que hagan las rectificaciones del caso como consecuencia de un requerimiento colectivo. Pero ese requerimiento no debe salir de una algarada, ni del peligroso resorte de la desesperación, ni de reproches sobre los cuales no se haya pensado con responsabilidad. Debe ser el producto de la madurez de una sociedad que se ha alejado del borreguismo de antes, del papel de las militantes sin conciencia de los partidos viejos, para ofrecer cuotas de aporte individual, de talento personal, de la urgencia material y espiritual de cada quien, en la creación de un plan salido de las entrañas de la sociedad, o de sus componentes más plausibles y serenos.

Es una manera de invitar a la ciudadanía a que dé la cara de una vez por todas, a que salga por fin del closet y no deje las cosas en diez cabezas o en cincuenta manos, sino en un protagonismo más provechoso y temible. ¿Se pide demasiado?


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