Seguramente el funcionario Rodríguez quiso hilar fino y trajo a un periodista importado para que diera lustre a su patrón. Quiso hilar demasiado fino, en realidad, pues se trajo a un entrevistador expulsado de la Casa Blanca por Trump para que le hiciera preguntas al usurpador. Si el periodista fue echado y vituperado por el cabecilla del imperio, ¿no convenía que acompañara con sus inquisiciones al solitario inquilino de Miraflores?, ¿que le alivianara el prestigio gracias a la celebridad adquirida en una escaramuza con el propio ogro de Washington?

Sin embargo, el funcionario olvidó el detalle que condujo al escándalo de la dorada sala de prensa: el periodista fue condenado por el mandatario estadounidense debido a que hacía su trabajo con responsabilidad, a que no tenía miramientos en su deseo de buscar y encontrar la verdad. Debió suponer que venía Jorge Ramos a hacer lo mismo en el Palacio de Miraflores, pero las ínfulas de omnipotencia le hicieron creer que se conformaría con formalidades que no se pasarían de la raya. Error de grandes proporciones, falla propia de principiantes presumidos, torpeza de cálculo que debe pasar a los anales de la ineptitud comunicacional, pues el buscador de la verdad hizo con el moreno Nicolás lo que había hecho antes con el rubio Donald: cumplir con sus obligaciones profesionales.

O tratar de cumplirlas. Como se sabe, el usurpador no aguantó la primera andanada de preguntas y se alejó airado del averiguador que lo perturbaba, para que después el funcionario Rodríguez, urgido de remediar la minucia de haberse equivocado con el convidado, ordenara su pasajero secuestro, al cual obligó también en términos violentos a los otros miembros del equipo del canal que operaba la frustrada sesión, y el robo de los instrumentos que habían llevado para trabajar. El infeliz final no solo demostró de manera palmaria la fatuidad y la necedad del promotor del episodio, sino especialmente un hecho de especial trascendencia: la imposibilidad de ejercer el oficio periodístico y de que exista libertad de expresión en Venezuela.

Pero el hecho es susceptible de un análisis de mayor profundidad. Los mandones pudieron disimular el escándalo, buscar fórmulas a través de las cuales se disminuyera el eco que debería tener, pero hicieron justamente lo contrario. Estaban ante un periodista famoso y frente al equipo de una televisora extranjera, pero ejercieron una violencia que no era necesaria. Quisieron que se conociera sin maquillaje, sin afeites, en toda la proporción, su brutalidad. Si consideramos que el usurpador y sus secuaces son ahora objeto de escrutinio universal por los desmanes que promovieron para impedir la entrada de la ayuda humanitaria que el pueblo esperaba con ansiedad, por la sangre que derramaron, parece inexplicable que no se cuidaran de un suceso que aumentaría su celebridad en la parcela de la inhumanidad y la tiranía.

Es explicable del todo, no obstante. Justamente quieren mostrar de nuevo sus colmillos afilados y anunciar ante el mundo que se aferrarán al poder cueste lo que cueste. Utilizaron el suceso para crear más terror, para amansar periodistas levantiscos, para provocar las parálisis de las muchedumbres adversas y también, por supuesto, para no desaprovechar la ocasión de retar a las democracias del mundo a que los vengan a sacar por las malas. Por eso proclamaron, como si cual cosa, que les dio la paladina gana de secuestrar la verdad.


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