La medida del retroceso de las sociedades se puede apreciar mediante observaciones de carácter general, a través de las cuales se siente una atmósfera de decadencia que arropa a amplias capas de la vida cotidiana, pero también a través de la captación de pormenores cuya elocuencia delata grados de postración que resultan insólitos. A uno de esos pormenores nos referiremos hoy.

En efecto, queremos detenernos en la conducta del gobernador de Carabobo, tan patética que puede resumir la catástrofe que padecemos en sentido panorámico. El establecimiento de su mandarinato en una jurisdicción que antes fue pujante y que llegó a simbolizar el progreso, da cuenta del grado de declive al cual se puede llegar cuando se encumbra un pobre poder personal sobre los intereses superiores de la comunidad y contra los avances institucionales que se habían logrado a través del tiempo.

La voluntad de un mandamás mínimo, el capricho de un individuo sin nexos con los capítulos de civilización que se habían desarrollado antes de su advenimiento, quedan hechos polvo para que el estado retrograde hacia vivencias que parecían muertas y enterradas.

Carabobo es administrado por un sujeto sin luces, que cambia los decretos y los análisis de las situaciones del contorno por breves apariciones personales y por desplantes a través de cuya reiteración quiere ocultar las fallas de formación profesional y de experiencia política. El relumbrón, en lugar de la meditación de los problemas; el chiste inoportuno, en lugar del compromiso con la comunidad, la frase suelta, cuando se requieren discursos solventes y convincentes.

Pero ha llegado a extremos inadmisibles en ese tránsito entre la payasada y la irresponsabilidad. Ahora se pasea en una carroza en cuya parte posterior ha colocado una jaula en la cual meterá a los especuladores y a los corruptos para regocijo de los viandantes.

Le parece una gracia, desde luego, una nueva manera de pescar auditorios incautos, pero en el paso del deplorable vehículo se vuelve a situaciones de burla e injusticia que el progreso de las sociedades había desterrado. Se vuelve al restablecimiento de penas de vergüenza pública prohibidas por los códigos modernos; a procedimientos penales que solo aplicaba el Santo Oficio contra los herejes.

El ciudadano Lacava decide ahora quiénes son los corruptos y los especuladores de Carabobo, y después ofrece ponerlos a desfilar en una infame carroza como sucedía en tiempos coloniales. Estrenó el procedimiento en su época de alcalde, cuando apresó a unos homosexuales, los vistió de uniforme rosado y los hizo barrer las calles. Ahora extiende el abominable castigo a los que juzgue como delincuentes en las grandes ciudades del estado, como si la befa de los ciudadanos y la interpretación caprichosa y minúscula de los procedimientos penales existieran todavía. ¿Qué puede tener en la cabeza un individuo que actúa de esa forma?

El personaje tiene otros hechos parecidos en su inventario, pero basta ahora con el señalado. Quienes busquen evidencias de barbarie, testimonios de burdo personalismo y dolorosos retornos hacia épocas desdeñadas por el republicanismo, pueden pasar unas horas en Valencia. Su curiosidad quedará ampliamente satisfecha.  


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