César Miguel Rondón, un comunicador prestigioso, habla en su programa radial de los escraches de funcionarios de la dictadura en el exterior. No aplaude los sucesos, pero trata de explicarlos. Le sobran argumentos para la comprensión de un fenómeno que se ha hecho cada vez más frecuente, sin llegar a hacer su apología. 

Describe lo que pasó en varias ciudades de otras latitudes con los embajadores, los cónsules y otras figuras de la diplomacia chavista, y después se ocupa de otros asuntos. Así lo pueden testimoniar los miles de oyentes que tiene en un espacio de alta sintonía. En breve, el dictador le convierte en protagonista de su señal de televisión, con el objeto de criticarlo. 

Llega a amenazarlo con la cárcel, debido a que, según su parecer, está incitando a la consumación de terribles delitos. 

En breve, Rondón debe tomar un vuelo en el aeropuerto de Maiquetía en compañía de su esposa, la comunicadora Floralicia Anzola, también ampliamente conocida por su participación en los medios radioeléctricos. Pero no pueden realizar el viaje. Se quedan con las maletas hechas. El chequeo en los mostradores de la aerolínea queda sin efecto. 

También el itinerario, por supuesto. Los funcionarios de la aduana descubren problemas en sus pasaportes y les impiden abordar el avión. 

Los documentos, de acuerdo con la versión de los empleados de turno, han sido reportados como robados y, en consecuencia, un jefe superior e indiscutible ha ordenado que se decomisen mientras se regulariza la situación de unos papeles sobre cuyo destino se deben realizar urgentes averiguaciones. La investigación comienza con un interrogatorio de los frustrados viajeros, quienes se sorprenden con la novedad de un hecho que ellos, los titulares de los pasaportes, no han participado a la autoridad porque los papeles cumplen los requisitos de autenticidad y vigencia comprobados cuando planearon el viaje. 

Los tratan bien, dicho sea de paso. Los aduaneros son corteses. Los vigilantes se esmeran en el trato respetuoso y se lucen con las cortesías y las pulcritudes. Llega a tal extremo su exhibición de urbanidad, que solicitan a los desencantados viajeros que así lo hagan constar mediante texto firmado. 

Los pulimientos del trato procuran el cierre apacible del episodio, como si la amabilidad pudiera disfrazar la canallada que acaban de protagonizar. Porque solo los crédulos y los imbéciles pueden aceptar la versión oficial de la peripecia. 

Porque solo los necios, o los cortos de entendimiento, o los clientes fanáticos de la «revolución», no relacionan el episodio con las palabras y las amenazas anteriores del dictador. 

Las invectivas de Maduro se resumieron, de momento, en esta ostentosa demostración de arbitrariedad. 

Es evidente que estamos ante un desmedido ataque contra la libertad de expresión, contra el autónomo ejercicio del periodismo. Mientras se solidariza con los colegas arrinconados y perseguidos en términos groseros, El Nacional llama la atención sobre la negación de libertades esenciales que el hecho significa. 


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