El monopolio de la violencia depende exclusivamente de las fuerzas armadas. Así lo dispone la Constitución, sin alternativa de modificación. No puede haber otro control al cual corresponda el manejo de las armas y de los elementos de defensa y ofensa que se requieren para el mantenimiento de la paz social. La anarquía, de antigua data en la historia de Venezuela, se superó gracias a la creación de un ejército nacional que liquidó las milicias dispersas que tantas muertes y horrores causaron en el pasado. El establecimiento de un único mecanismo de manejo de la violencia y de moderación o aniquilación de los violentos, después de formar parte de la realidad, se consagró en la legalidad sin solución de continuidad.

Bajo el imperio de la usurpación madurista se ha modificado drásticamente el sensato establecimiento, para que las calles y las plazas públicas queden a merced de fuerzas paramilitares que actúan según su real saber y entender. Ya el hecho de que la vida y la seguridad de las personas dependan de tales fuerzas es un escándalo de grandes proporciones, un riesgo evidente para la ciudadanía y, desde luego, una violación estentórea de las regulaciones vigentes, pero su gravedad se multiplica hasta proporciones infinitas debido a que actúan por mandato del usurpador.

Desde sus cadenas de televisión, el usurpador ha pedido a los llamados “colectivos” que se conviertan en guardianes de su régimen y en custodios de la concordia ciudadana. Se da así el insólito hecho de que el comandante en jefe de las fuerzas armadas se convierta también en comandante en jefe de fuerzas paramilitares. Así viene a ser, por lo tanto, cabeza de la institución armada y caudillo de contingentes de forajidos que no solo se pueden imponer desde su capricho y con las poderosas armas que manejan ante el resto de la sociedad, sino también frente a la disciplina y el pensamiento aprendido por los elementos uniformados en sus escuelas y en su experiencia frente a las vicisitudes de la sociedad.

Es un dislate que incumbe a la sociedad toda, por supuesto, pero en primera instancia a las fuerzas armadas a las cuales se expulsa del cumplimiento de sus funciones esenciales por orden de un sujeto que ve más por sus necesidades que por los intereses colectivos. El usurpador arrincona y degrada a las fuerzas armadas para colocar en sitio estelar a sus huestes de confianza. Las pone en segundo plano para que unas bandas indisciplinadas y carentes de principios de naturaleza social ocupen su lugar en términos exclusivos y excluyentes. El despropósito significa la concesión de licencias para el imperio de la barbarie, mientras se descalifica a los solados que por vocación y comunión en torno a principios superiores de la convivencia pasan a plano de una descalificación jamás vista en los anales de la historia contemporánea.

Los hechos de represión que acabamos de presenciar contra manifestantes que protestan por la carencia de servicios básicos, como la luz y el agua, llevada a cabo por los paramilitares que actúan como agentes directos del usurpador, no solo es el prólogo de sucesos más cruentos que pueden ocurrir, sino una befa de las fuerzas armadas y del papel que deben representar en situaciones de apremio. ¿Predominará en adelante la ley de la selva, auspiciada por el usurpador? ¿Los militares se doblegarán frente a los paramilitares?


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