Es habitual que se haga la apología de las generaciones jóvenes cuando se celebra el Día de la Juventud. No hay nada más usual y aconsejable que hablar bien de los muchachos y de la gente que se les parece, cuando el calendario fija un día para recordar sus hazañas y para convertirlas en referencia general, en ejemplo digno de encomio. Vamos a hacer ahora lo propio en nuestra nota editorial, pero no por órdenes del almanaque sino porque, en efecto, los jóvenes han sido fundamentales en nuestra evolución como república; pero sin darles exclusividad en el comentario.

La Independencia fue obra de las generaciones jóvenes. La mayoría de los padres fundadores tenía una edad que oscilaba entre los 25 y los 35 años, figuras vigorosas física e intelectualmente que estaban en capacidad de analizar las circunstancias y de sacar provecho de ellas, hasta el punto de llevar su cometido a la victoria. Lo mismo pasó con los miembros del elenco que se ocupó de separar a Venezuela de la Gran Colombia, que veían el declive o la desaparición de la generación anterior y ocuparon su lugar en la cabeza de la sociedad. Los fastos de la Guerra Federal dependieron igualmente de una parvada de luchadores imberbes, que fueron desplazando a quienes la edad y el desgaste de sus trabajos condenaban a papel secundario. Lo mismo sucedió con suceso tan importante de la historia contemporánea como fue el movimiento octubrista de 1945, obra de ciudadanos poco conocidos y experimentados que fueron capaces de iniciar un capítulo prometedor y renovador de la sociabilidad moderna.

La irrupción de los jóvenes causó problemas con los mayores, que tenían un entendimiento diverso de los negocios públicos y trataron de evitar el desplazamiento, pero a la postre se impuso un acercamiento que no condujo a fisuras de importancia. Por consiguiente, la república, en sus diferentes etapas y aún en tiempos de guerra, condujo a una colaboración de generaciones y a un acercamiento de los puntos de vista provocados por la experiencia grupal de quienes dominaban la escena, hasta llegar a concordancias sin las cuales hubieran fracasado los diferentes proyectos. La necesidad de aprovechar la experiencia previa y de juntarla con las pulsiones de quienes querían asaltar el mundo desde su juventud y desde sus planes sin aparente vínculo con el pasado, condujo a un concierto admirable que logró su cometido en la inmensa mayoría de los predicamentos que se desafiaron.

Celebramos hoy, en suma, las hazañas de la juventud a través de la historia nacional y les concedemos la trascendencia que tuvieron, pero recordamos que necesitaron a los más viejos, a los maestros de cada casa y de cada institución, a las ideas y a los escritos de quienes los precedieron cronológicamente, para hacer contribuciones fundamentales en la creación de una sociabilidad a la cual debemos la esencia de la patria. Cuando el calendario patriótico nos llama a recordar a los jóvenes y a ubicarlos en el centro del calendario cívico, queremos verlos como protagonistas que supieron buscar la experiencia de sus antecesores vivos y muertos, es decir, como protagonistas de un designio que no fue excluyente sino todo lo contrario.


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