El hecho de que la dictadura de Maduro se mantenga hace de Venezuela un caso de universal perplejidad. Mientras aumentan las penurias de la sociedad consecuencia del mal gobierno, los hombres que la padecen no hacen nada, o tal vez hagan poca cosa, para echar el lastre que les impide vivir con dignidad.

Nuevas encuestas que han circulado en estos días aseguran que 80% de la población rechaza el régimen de Maduro. Los sondeos remiten a una orientación aplastante, a una tendencia arrolladora, como pocas de la opinión pública en los últimos tiempos. De cada 100 entrevistados, 80 no lo quieren ver ni en pintura.

De una expresión tan masiva y tan despejada de dudas se puede esperar una reacción igualmente enfática y sin fisuras, un bloque capaz de destruir de un solo porrazo al causante de sus males, pero no se da el paso, aparentemente automático, de ir de las palabras a los hechos, de la respuesta que se da a un encuestador a la que se debe ofrecer en la práctica a un sistema depredador y cruel.

¿Por qué? ¿Cuál es la razón de que no retoñe la flor del descontento, el árbol frondoso de la desesperación? En la medida en que distribuye dolor y precariedad, la dictadura siembra miedos capaces de paralizar a la población. También compra voluntades, unas pocas, por cierto, con pedazos de pernil o con otras dádivas vergonzantes. Así mismo, asfixia a los medios de comunicación social a través de los cuales se puede poner en evidencia la magnitud de la tragedia que embarga a la sociedad.

Y así sucesivamente. Son más numerosos los motivos que pueden explicar la pasividad de una ciudadanía que responde con resolución cuando se le pregunta el parecer sobre la dictadura, en especial porque no debe mostrar la cédula de identidad al expresarse, pero que no se permite cosas distintas a una reacción momentánea y anónima que se vuelve después silencio y resignación.

¡Hasta cuándo! ¿Hasta la próxima encuesta? ¿Hasta cuando vuelvan las preguntas que se pueden atender sin dar la cara? No son interrogantes que hacemos pensando en los encuestados, sino también en la dirigencia de oposición que no se siente concernida por una prisión de palabras que abren en ocasiones los encuestadores.


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