Antes uno podía decir en público, sin temor a represalias: ese tipo me cae mal. ¿No es lo más común del mundo? El juego de las simpatías y  las antipatías ha corrido desde el nacimiento de la humanidad, sin que se pensara en castigos terribles por la expresión de un determinado sentimiento hacia el prójimo. El entorno de cada quien está dividido entre los que se consideran simpáticos y los que no, sin que se piense en retaliaciones de importancia cuando uno se expresa al respecto. Quizá se pueda  recibir una respuesta airada, y hasta una bofetada, sin que la sangre llegue al río.

La expresión de las antipatías, de críticas severas contra los demás en general, o contra un sujeto en particular, está sujeta a las costumbres de la sociedad. Las colectividades han buscado la manera de evitar que la ruleta de las objeciones que provocan las diferencias entre las personas se convierta en una guerra a muerte. De allí las lecciones de urbanidad, los consejos de moderación transmitidos por los abuelos y las pautas del Código Civil, por ejemplo, que evitan que las cosas se salgan de quicio a pesar de las reacciones fuertes que puede provocar la conducta de una o de muchas personas. Hay reglas para esas reacciones, con el objeto de evitar que la cotidianidad se convierta en una matanza desproporcionada. 

Sin embargo, la dictadura no está satisfecha con la antigua manera de limar las diferencias. Las quiere sentar en drástico banquillo. Está dispuesta, si es posible, a someterlas a la pena del garrote vil. Está a punto de producir una ley, cuyo propósito es la persecución del odio con penas que pueden llegar a la pérdida de la libertad. Pero, ¿quién determina que las conductas que se someterán a pena son producidas por el odio de quien las ejecuta? O mucho peor, ¿ya saben los severos legisladores qué es exactamente el odio y las razones que lo convierten en motivo de sentencias de cárcel? El asunto es trascendental debido a que, tal como se está batiendo el cobre en el seno de la prostituyente que cocina la legislación, se pretende hacer una clasificación política del odio.

La tal ley no perseguirá a la señora que se atreve a proclamar que odia a su marido, por ejemplo, ni al inquilino que manifiesta aversión por su casero, sino a los ciudadanos que apunten el dardo contra la dictadura. Una palabra malsonante, un grito que parezca destemplado, una exclamación de ira contra el gobierno, puede caber en los contenidos de una regulación que atenta contra los fundamentos de la democracia y la libre expresión. La inmensa mayoría de la sociedad que exprese con libertad sus iras quedaría sujeta a una represión que ni el gomecismo se atrevió a llevar a cabo.

Como la aplicación de semejante engendro dependerá de unos jueces sumisos, y de las acusaciones de una dictadura que considera los reproches como acto subversivo, con el respaldo de la nueva ley se pueden llenar las cárceles con los miembros de una sociedad cada vez más contestataria.

No, chico, Nicolás es un tipo estupendo. Diosdado es un sujeto virtuoso y bienintencionado. Delcy es angelical. Carreño es un orador comedido… Eso es lo quieren que digamos los promotores de la Ley contra el Odio.


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