Hasta hace dos décadas, la simple idea de buscar posibles parecidos entre Nicaragua y Venezuela resultaba inaudita, extravagante y hasta ociosa. Entre ambas naciones, las diferencias pesaban mucho más que las posibles semejanzas. Venezuela tiene una superficie entre siete y ocho veces mayor que la de Nicaragua, una población cinco veces mayor y, el que entonces era el dato más sustantivo: Venezuela era una destacada nación petrolera y Nicaragua no. En el contexto de América Latina esta ha sido, históricamente, una diferencia crucial. Mientras nuestro país dispuso de una fuente generadora de recursos, a pesar de sus buenos y malos momentos, Nicaragua ha estado siempre enfrentada a las difíciles realidades de ser un país con recursos menores que sus necesidades.

En buena medida –aunque no exclusivamente– la pobreza crónica ha marcado con sangre y violencia la vida de los asuntos públicos nicaragüenses. Comparada con la de Venezuela, a lo largo del siglo XX, la historia de Nicaragua fue mucho más turbulenta. Baste con recordar que, en la guerra civil de los años ochenta, alrededor de 50.000 personas perdieron la vida y otras 100.000 fueron heridas –sin contar en estas cifras a las víctimas civiles, tal como ha advertido el diario La Prensa–.

Nadie, ni las mentes más visionarias de uno y otro país, hubiese podido predecir que llegarían tiempos en que las semejanzas entre las dos naciones serían tan evidentes. Nadie, tampoco, hubiese imaginado que se instaurarían dos dictaduras que, a pesar de las especificidades de cada país, operarían bajo un mismo modelo de dominación. Nadie, ni en la peor de las pesadillas, previó un escenario en el que dos regímenes de vocación totalitaria serían manejados por Cuba, y que emprenderían un implacable programa de muerte y destrucción, con tal de mantener un poder que, a la vez que asesina, acrecienta su dependencia del castrismo.

Ambas dictaduras accedieron al poder por vía de los votos. Impulsadas por el beneficio del apoyo popular –sin obviar las características específicas de cada una y la diferencia en los tiempos entre una y otra– durante una primera etapa mantuvieron una fachada democrática y alguna consideración hacia los mecanismos del Estado de Derecho. Pero, desde el comienzo y de forma paulatina, fueron colonizando las instituciones, eliminando las formas de autonomía, destruyendo la separación de los poderes.

Penetraron las fuerzas armadas y los cuerpos policiales haciendo uso de la retórica barata y precaria del antimperialismo. Politizaron y llenaron de incompetentes afiliados cuantos cargos y funciones fue posible en el ámbito de la administración pública. Cambiaron las leyes y pervirtieron la estructura judicial y el funcionamiento de los tribunales. Y, algo sustantivo en este intento de ordenar las semejanzas entre los dos regímenes, promovieron un vasto sistema de corruptelas.

Este último punto merece analizarse. Podría rebatirse que la corrupción en Nicaragua no ha tenido el volumen ni el alcance de lo que ha ocurrido en Venezuela. Esto es cierto. Se trata, como dije más arriba, de economías que operan en escalas muy distintas. Pero cada una en su respectiva categoría ha hecho uso de procedimientos similares. Han asaltado los bienes e ingresos de las respectivas naciones. Han centralizado el funcionamiento de la economía, de modo de permitir que unos pocos grupos y familias se apropien de las riquezas. Han hecho del nepotismo una cultura que ha permeado todos los espacios de la administración pública. Han borrado los límites entre el partido y el Estado para convertir a este último en soporte exclusivo de sus prácticas e intereses políticos. Se han enriquecido, en las proporciones correspondientes, a un costo, para las respectivas sociedades, de empobrecimiento y miseria crecientes.

En el caso de Venezuela, han logrado lo que parecía imposible para los venezolanos y para especialistas de multilaterales, academias y de distintos países: empobrecer, a un extremo insospechado, a todo el país. Han destruido la industria petrolera, el sector productivo, las redes de los servicios públicos, la infraestructura, las ciudades y pueblos del país, los espacios públicos, los parques nacionales y costas de Venezuela. Nada hay en Venezuela que no esté deteriorado, oxidado, desconchado, roto, inoperante, rayado, paralizado, fallo, canibalizado, sucio, derrumbado o podrido. Venezuela se ha ido llenando de ruinas, hasta este punto: los centros urbanos del país se han vuelto irreconocibles si se les compara con lo que eran hace solo cinco años.

El libreto cubano, que siguen ambos países, se ejecuta sin disimulo. Se realizan procesos electorales fraudulentos. Se llenan las cárceles de presos políticos. Se tortura. Se organizan bandas paramilitares que, en operaciones conjuntas con uniformados militares o policiales, atacan barriadas y viviendas, destruyen casas e infraestructura, detienen, torturan, desaparecen, hieren y matan, todo esto ordenado por la dictadura, que al mismo tiempo habla de paz y convoca a diálogos que no tienen otra finalidad que alargar la permanencia ilegítima en el poder, cansar y dividir a los sectores democráticos opositores, hacer posible campañas internacionales para victimizarse, mentir mientras matan y arruinan a la sociedad entera.

Quienes han dicho que los poderes de Cuba, Venezuela y Nicaragua constituyen un eje del mal, no exageran. Quienes han denunciado que los poderes de Venezuela y Nicaragua siguen los dictados del castrismo, aciertan. Quienes advierten que la tríada del castrismo, el madurismo y el orteguismo son un peligro para la vida humana, los derechos humanos y la paz del continente, no se equivocan. Quienes claman por las más contundentes y definitivas acciones internas y externas, para dar fin a los tres regímenes, tienen sobradas razones para proponerlo.


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