Vuelvo aquí a la cuestión que ha llenado de justa indignación a los demócratas y a las personas sensibles del mundo que siguen con atención los hechos de Venezuela: mientras en los hospitales continúan las muertes de niños por falta de insumos o porque no hay recursos para intervenirlos quirúrgicamente, al mismo tiempo, en los mismos días y horas, con el llanto de madres, padres y familiares como trasfondo, Maduro anuncia que su gobierno invertirá recursos económicos en una fábrica de ametralladoras y en uniformes militares.

En medio de la perplejidad y el dolor, en medio del asco y la humillación, en medio de la impotencia y el desamparo, los ciudadanos se preguntan, ¿cómo es posible semejante barbaridad? La indignación que se ha producido es de este tamaño: médicos, paramédicos y otros profesionales de la salud, experimentados en los duros avatares de la vida hospitalaria, también se derrumban. Lloran junto a los padres y los familiares. Se paran frente a las cámaras a dejar testimonio de lo inexpresable, de lo que casi es imposible de ser nombrado.

Lo que hace de estas muertes un desconsuelo sin fondo, una especie de abismo para la comprensión, es que son muertes gratuitas. Muertes que hubiesen podido evitarse. Muertes causadas por la amoralidad del régimen encabezado por Nicolás Maduro.

Son gratuitas, como gratuitos han sido los fallecimientos de recién nacidos en hospitales de Monagas, Anzoátegui, Aragua, Carabobo y Zulia. Gratuitas como miles de muertes de pacientes que padecían enfermedades crónicas, cuya contabilidad se incrementa todos los días, que son las muertes por omisión del Estado, por la ausencia de autoridades y de responsabilidad, por la inexistencia de los recursos mínimos necesarios para que los profesionales de la salud puedan hacer su trabajo. Mueren quienes deben dializarse, mueren quienes no logran cumplir sus quimioterapias, mueren los que interrumpen sus tratamientos para el control de la diabetes. Mueren niños y ancianos que llegan a los hospitales en condiciones de agravada desnutrición y no encuentran respuesta alguna que salve sus vidas. En los hospitales venezolanos está ocurriendo esta escena: niños pacientes que anuncian a sus padres que van a morir.

El poder que deja morir a niños indefensos y anuncia la compra de armas es el mismo que no dice ni una palabra sobre el estado de las cosas en Venezuela. Es el mismo que habla de la felicidad de los ciudadanos, baila salsa en una tarima, viaja a comer chuletones de carne roja en Turquía, y que, cada vez con más frecuencia, hace declaraciones de un cariz a un mismo tiempo grotesco y ridículo, como, por ejemplo, que Venezuela invertirá en Huawei, porque asume que con sandeces de esa desproporción desafiará el castigo de las decisiones que el gobierno de Donald Trump ha tomado en contra de esa empresa china.

En lo esencial se trata –me he referido a esto en más de una ocasión– de un poder escindido de lo real. A lo largo del tiempo ha ido construyendo un estatuto de indiferencia y desdén por los problemas concretos del país. Puesto que desprecian a las personas, que las urgencias y necesidades reales de las familias les resultan insoportables, y que viven sumergidos en una burbuja de riquezas y guardaespaldas entrenados en Cuba, nada les importa. La pobreza les causa fastidio. Les agria el humor. Las imágenes de la destrucción resultan molestas, irritan la mentalidad que impera en Miraflores, que es la de ser los señores del país, dueños de riquezas y poderes ilimitados.

Insisto en esto: salvo reprimir, disparar, matar, herir, apresar, allanar, torturar, secuestrar, practicar el terror en todas sus vertientes y violar la ley en todas sus instancias, este poder nada hace por los ciudadanos. Es un poder que no auxilia. Que nada remedia. Que no dialoga con los ciudadanos. Que está completamente ausente de la cotidianidad. Es un poder que carece de soluciones que no sea el sometimiento a la fuerza de los ciudadanos. Ha cesado en sus funciones, salvo la de protegerse a sí mismo, rodeado de un séquito de hombres armados, cuya función consiste en aplastar cualquier forma de disidencia. El único mensaje que se desprende de la total omisión del poder en el país es uno: sálvese quien pueda. Que cada quien se las arregle como pueda.

El anuncio de que el régimen de Maduro fabricará metralletas no le escandaliza ni le avergüenza. Al contrario: lo celebra. Es lo que corresponde a su lógica de poder desquiciado, cuya única planificación consiste en preparase para seguir matando. Matando para mantenerse en el poder, al costo que sea.


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