Las reacciones recientes de la dictadura frente a los clamores de los venezolanos que padecen una enfermedad nos hace ver los niveles de inhumanidad a los que se puede llegar para mantenerse en el poder. No solo se aferra a su actitud helada ante las carencias sanitarias que abruman a la sociedad, sino que, por si fuera poco, ha decidido acallarlas con el uso de la fuerza bruta.

La falta de medicinas, que afecta a inmensas capas de la sociedad y ataca a todas las clases que la componen, aun a las que antes eran pudientes, ha provocado la petición de un canal humanitario a través del cual se permita el acceso de medicamentos básicos. La dictadura se ha cerrado ante la solicitud, a pesar de su urgencia, debido a que permitirla significaría el reconocimiento de un desdén hacia los gobernados que no tiene parangón en la historia de Venezuela. Como “no hay problemas en el área de la salud”, repite en discursos cansones y vacíos, no hacen falta medidas de emergencia.

El derrumbe de los hospitales y de los centros asistenciales que dependen de la administración pública está a la vista de todos, pero la dictadura no lo ve. Lo que no observan sus ojos, caracterizados por la ceguera, no existe. Prometen la mejora de la infraestructura sanitaria y la dotación de sus insumos, pero las ofertas no se concretan mientras el desfile de enfermos, muchos al borde de la muerte, regresa a sus hogares sin la esperanza de la curación. De allí el crecimiento de una situación crítica, que amenaza la subsistencia de una mayoría gigantesca de venezolanos y que carece de las soluciones requeridas por su magnitud.

Agobiados por la indiferencia oficial y por la lacerante carga de sus quebrantos, los enfermos han salido de la pasividad y han comenzado a protestar. Han salido a la calle para pedir la atención de sus padecimientos, la superación de su amargura, pero los clamores no solo han topado con la indiferencia habitual, con la desidia de los mandones, sino también con la represión de la fuerza pública.

Han sucedido protestas frente a las oficinas del Seguro Social e intentos de marchar hacia el Palacio de Miraflores, pero los manifestantes son recibidos con una violencia digna de mejor motivo. No carga la GNB contra jóvenes soliviantados ni contra agrupaciones violentas, sino contra contingentes de personas físicamente débiles, contra seres humanos desamparados cuyo objetivo es evitar una muerte provocada por la mengua, pero reciben la respuesta de las peinillas y las lacrimógenas.

¿Se habían visto antes escenas tan grotescas y dolorosas, evidencias tan groseras de inhumanidad y desprecio de la vida de las personas? Ni siquiera cuando el petróleo todavía no brotaba de las entrañas de la tierra. Ni siquiera en el tiempo de las guerras civiles. Ni siquiera en la hora de las autocracias  más inclementes.

La dictadura de nuestros días no solo condena a muerte a centenares de miles de enfermos sin alternativa cercana  de curación, sino que pretende que vayan al cementerio sin hablar, que no narren su tragedia, que cierren la boca para siempre, que mueran callados.


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