La tenacidad de Theresa May llegó a su fin en este mes. Después de una lucha prolongada por mantenerse en el poder, tomó la decisión de renunciar al papel de líder de su partido y, por consiguiente, de sus funciones al frente del gobierno británico. Fue una decisión terrible para ella, la más difícil de su carrera política, si juzgamos por la batalla que dio por permanecer en la casa londinense del famoso portón negro y por las lágrimas derramadas en el momento de la despedida.

Theresa May ha dado una lección magistral de tenacidad, una demostración de entrega al servicio público y de deseos de mantenerse en su centro sin vacilación, pero también ha mostrado un entendimiento cabal de la fugacidad de su tránsito y de cómo debe interrumpirlo para salir del camino debido al conjuro de las circunstancias. Heredera de una pesada carga dejada por su antecesor, la decisión del brexit a la cual se aventuró mediante la convocatoria de elecciones, y enfrentada a los serios problemas que provocó la votación popular para que Inglaterra abandonara la Unión Europea, lo abordó desde diversas perspectivas y en variadas instancias, hasta comprobar que sus infructuosas gestiones la llevaban a dimitir.

Primero lidió con su partido, cuyos líderes no tenían opiniones uniformes ante el brexit ni sobre las cualidades de ella para remendar la situación. Después pasó a interminables pugnas con el Parlamento, institución fundamental para la sociedad británica por su influencia a través de la historia y por el poder que allí concentran figuras fundamentales del laborismo y voces cada vez más autónomas y atractivas, muchas opuestas hasta la fobia a mantener los vínculos europeos. A la vez, no cejó en su empeño de negociar con la Unión Europea para encontrar desenlaces que no fueran traumáticos, una larga cruzada en Bruselas y en los despachos de sus homólogos de Berlín y París, en unos tratos cada vez más laboriosos que en ocasiones parecían prometedores, pero que no pudieron superar la tenaz alcabala de los intereses continentales enfrentados a la votación británica de apartamiento.

Es evidente que la primera ministra miraba por el interés de los británicos, pero también debió moverse por lo bien que se sentía en su papel de cabeza del gobierno. Hizo lo que estuvo en sus manos para mantenerse en el cargo: tolerar los egos de los líderes de su partido y nadar frente a sus pretensiones, soportar las cargas parlamentarias y tratar de cambiarlas por transacciones y por un vaivén de manos alzadas, mantener el tipo ante las reacciones de la opinión pública y frente al ataque de los tabloides, hasta promover una nueva votación que le diera la vuelta al brexit y abriera otra vez los senderos continentales. Todo en vano, pero cómo defendió con empeño el cargo, cómo hizo maromas para no salir del lugar que ahora debe abandonar a la fuerza.

Pero advirtió la llegada del final y la asumió sin buscar salidas ilegales, sin el intento de cabriolas indecorosas, sin forzar la barrera para llegar a una situación explosiva. Nada inusual en la política de la isla, nada alejado de los parámetros habituales, nada capaz de insultar a la sociedad mediante conductas moralmente inaceptables. Pero si vemos cómo, por desdicha, se juegan las cartas entre nosotros para mantener un poder ilegítimo y digno de repudio, prevalece la opinión de considerar la salida de Theresa May como una hazaña ejemplar, como un gesto digno de memoria y envidia. Si ella lloró por salir del cargo, aquí hacemos lo mismo porque un tirano se aferra a la cúpula despreciando los clamores de la sociedad. Tal vez la comparación sea inadecuada, pero es tentadora.


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