Ya no hay sorpresas en Venezuela, cuando de desprecio de los derechos humanos se trata. La cotidianidad nos pone frente a un desfile de sucesos brutales que dejan de asombrarnos porque nos topamos con ellos todos los días. La brutalidad enseñoreada, la indiferencia de las autoridades ante los atropellos de las prerrogativas de la ciudadanía ha llegado al extremo de colocarnos ante situaciones aberrantes que son el pan de cada día, y alrededor de cuya reiteración cada vez más disminuyen las reacciones de repudio. Tal vez el caso de la masacre perpetrada en la cárcel de Acarigua nos lleve como sociedad a una alarma sobre los límites de inhumanidad que se han traspasado y que llegan a todos los rincones del mapa, porque del régimen que los ha creado y multiplicado no cabe la esperanza de una rectificación, ni siquiera de un gesto que conmueva a sus cabecillas y los lleve a un cambio de conducta.

Como se sabe, el pasado 24 de mayo hubo un comienzo de motín en la cárcel de Acarigua, denominada oficialmente Centro de Coordinación No. 2 General José Antonio Páez, cuyo propósito era el de lograr una fuga masiva de reclusos. Fue espeluznante el resultado del intento, como también se sabe: 30 prisioneros muertos y 19 policías heridos. Sucedió un asesinato a mansalva, una represión despiadada que convirtió la cárcel en una grotesca exhibición de cadáveres. Se han filtrado imágenes del macabro espectáculo: un grupo de cuerpos yertos y amontonados en el patio del lugar, bañados en sangre en medio de la frialdad de los agentes del orden y de otros funcionarios que los veían como si fueran reses a punto de ser “beneficiadas”, sin el consuelo de compañías familiares, de voces misericordiosas ni de ningún elemento de los que usualmente reclama el fin de la vida en situaciones de convivencia civilizada.

Sobran las interrogantes en torno al dantesco suceso. Se hace perentoria una explicación sobre la razón de que los amotinados estuviesen provistos de armas blancas, de fusiles, escopetas y algunas granadas con las cuales pretendían lograr la evasión por camino violento. No hay dudas acerca de la complicidad de las autoridades del Centro de Coordinación en la provisión del armamento, pues de otra manera no hubiera quedado en las manos de los cautivos. Si resulta obvia tal posibilidad de análisis, plantearse preguntas por deficiencias de vigilancia, por las precauciones de rigor, se convierte en pregunta baladí. Es evidente la complicidad de las autoridades en el desarrollo de episodio, así como su paladina e indiscutible responsabilidad en la matanza que finalmente ocurrió.

Las autoridades, aparte de tratar de que los medios de comunicación no informaran sobre la sangrienta vicisitud, no han manifestado con seriedad la decisión de investigar los hechos y de castigar a quienes los permitieron y concluyeron en términos devastadores. Tan dado a los micrófonos y a las cámaras, el usurpador no ha dicho ni pío. Un silencio sepulcral, y ahora las palabras dejan de ser metáfora para convertirse en espejo fiel de la realidad, ha reinado en el ministerio de prisiones. Quizá porque ha estado ocupada de atender el movimiento de las discotecas de los presos que ha permitido en otros centros penitenciarios, o porque debe conceder audiencias a unos pranes privilegiados y célebres, o tomarse unos tragos con ellos en fraternal tenida, o porque le importa un bledo la muerte de 35 prisioneros a su cargo, la funcionaria más conocida en asuntos de rejas y de celdas, llamada Iris Varela, ni siquiera ha desembuchado sus conocidas intemperancias sobre el terrible asunto. Quizá porque esté segura de que el usurpador no la tocará ni con el pétalo de una rosa a pesar de lo mucho que debe explicar y pagar por la masacre, o porque ninguno en las alturas rojas rojitas se siente concernido. Esperamos que no pase lo mismo con la sociedad que ha presenciado el baño de sangre.


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