“Registraron 34 fallecidos y 250 heridos por uso de perreras como transporte”.  Este titular apareció en la edición del 9 de julio de El Nacional. Como este, encabezados similares dan cuenta, en los escasos medios independientes y veraces que van quedando, de trágicos decesos por falencias de todo tipo, originadas no tanto por la incompetencia dictatorial, cuanto por su empeño en negar la realidad mediante una fantasiosa narrativa, forjada para el deslumbre de tontos y ajena a la inocultable tragedia nacional. 

El espectáculo, deprimente y alarmante, de camiones con sus plataformas cargadas de hatos de seres humanos, cansados de caminar o de esperar la camioneta o el bus que los acerque a sus hogares o sitios de trabajo, y resignados al maltrato, se ha hecho rutinario y forma parte del paisaje urbano y del escenario rural. 

Los fanáticos de la ciencia ficción no dejarán de asociar las “perreras” con una memorable y escalofriante secuencia de la película de culto Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973), en la que enormes camiones provistos de enormes palas recolectoras acopian montones de famélicas personas y las arrojan en sus tolvas traseras, a fin de trasladarlas a factorías procesadoras del Soylent Green, producto que dio nombre (en inglés) al filme. 

Quizá, como en la sombría y pesimista cinta, a objeto de mitigar la hambruna general y poner término a la crisis humanitaria, el régimen –capaz de perpetrar cualquier despropósito para atornillarse al poder– privilegia la antropofagia, procesando carne humana disimulada en galletas, análogas al Soylent y distribuirlas entre gente sin energías para rebelarse.

¿Cuántos muertos y lesionados es necesario contabilizar para que las autoridades tomen cartas en el asunto? La pregunta es retórica, pues, no se trata de resolver una derivada de una política sectorial, sino de un problema inherente al modelo castromilitarista reñido con la eficiencia –desviación burguesa y capitalista–, pues sabe o intuye que, reduciendo al ciudadano al abyecto estatus de canes realengos, puede manejarlo a placer, echando mano al pavloviano condicionamiento del palo y la zanahoria.

Tiene mucho de paradoja el calamitoso deterioro del transporte público, pues tal como él mismo ha alardeado cuando proclama a los cuatro vientos y sus “cinco” puntos cardinales su obrera procedencia, el país es conducido por un autobusero.

La gente se preguntará si será posible que nada haya aprendido durante el ejercicio de la única profesión que se le conoce; y, al no hallar respuestas, conjeturará que un perro le contagió el mal de rabia destilado en sus penosas y desarticuladas arengas trufadas de injurias y denuestos contra la derecha vernácula, la oligarquía colombiana, la monarquía española, el capitalismo imperial y toda suerte de enemigos invisibles conjurados para derrocarle y asesinarle, cual pensó hacer con Pérez su padre putativo.

Al contemplar tránsito de las hacinadas perreras, se entiende la desazón que debe haber embargado a los prisioneros de nazis y fascistas cuando eran transportados en furgones de carga a los campos de concentración y exterminio. Los del populismo ordinario no son reos, son perros que, llegado el momento, morderán a sus amos.


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