“En El Paraíso se comieron las verdes, pero los vecinos saben que pronto llegará el día de comerse las maduras”. Este profético mensaje circuló por las redes sociales y lo traemos a colación a raíz de lo acontecido en las residencias Las Verdes durante un allanamiento violatorio de los más elementales derechos civiles por parte de agentes del servicio bolivariano de inteligencia (¿?) nacional; una grotesca agresión que las víctimas, ¡con razón!, almacenarán en su memoria para pasarle factura a esos funcionarios que justifican su proceder sobre la base de un juramento de transitoria lealtad a quien les echa de comer.

Juramento vano y pueril, pues, esos sujetos, que se sienten realizados porque portan una placa o un carnet y, para colmo, un arma de fuego con la que disparan a discreción, amparados en la licencia para matar que les otorga el estado de excepción decretado, al margen del texto constitucional, por Nicolás Maduro y prorrogado, como el billete de 100 bolívares, cada vez que se da cuenta de que “deseos no empreñan”.

Esos alegres gatillos, que superan en perversidad a los agentes de la oprobiosa Seguridad Nacional, pertenecen al género de valientes que se asustan hasta de su sombra y se espantan cuando ven una cucaracha. Tanto que, para sacudírsela, pueden vaciar sus cargadores sobre ella y canturrear, mientras soplan el humo virtual del cañón, la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar. Son, si a ver vamos, personajes de película. Pero, como reza el lugar común, la realidad siempre supera la ficción. De ello fue testigo doliente la familia Hernias.

Los periodistas saben, y es un cliché, que la noticia no es que un perro muerda a su amo, sino que éste muerda al can. No ha sido exactamente el caso de Cross, el faldero ultimado por un esbirro que interpretó como amenaza sus ladridos, sin reparar en que perro que ladra no muerde y menos cuando, para calmar su nerviosa reacción ante la insolente irrupción de extraños en su territorio, su dueña le grita ¡chiiito!

Según narra la hija de ésta, los pistoleros a las órdenes, ¡por supuesto, de algún mayor general!, alegaron tener conocimiento de que en el apartamento allanado moraban terroristas de alta peligrosidad. “Entraron, destrozaron todo y la insultaban, el perro comenzó a ladrarles (a los policías) y fue cuando le dispararon, después de eso, ya se fueron”. Así contó la joven que temió por su vida cuando un sicario enfermo de mal de rabia clavó un balazo en el ojo del infortunado cachorro que, para consternación de la familia, hubo de ser sacrificado.

Lo que en otro contexto podría tener carácter episódico, devino en insólita novedad, no porque el espionaje delegado por Maduro en el tenebroso G2 cubano tilde de terrorista a un par de inofensivas mujeres, sino por hacer extensivo tal señalamiento a sus mascotas. Uno podría preguntarse qué pensará de los perpetradores del perricidio la Sociedad Protectora de Animales. Asistía la razón a Diógenes cuando sentenció: “Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.


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