Hay que decirlo de entrada y sin tapujos: Nicolás Maduro nunca ha tenido legitimidad. Desde su designación como candidato, tras la muerte de Hugo Chávez, todo su recorrido ha estado marcado por sistemáticas y descaradas violaciones de la Constitución. Como han repetido algunos de los más notables expertos en derecho constitucional: desde el primer momento, Maduro se instaló fuera de los límites de la legitimidad.

Recordemos que, en marzo de 2013, en su condición de presidente encargado, en abierta violación de la ley, los integrantes de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, un grupo inequívocamente partidista, decidió que Maduro no estaba obligado a separarse del cargo para ser candidato. Desde entonces, Maduro ha permanecido al margen de la ley. Copio aquí unas precisas palabras del eminente jurista venezolano Román Duque Corredor: “Lo que nace nulo absolutamente, ni el tiempo ni acto alguno lo convalida”. Insisto: es nulo e ilegítimo.

Una lista de simples enunciados de violaciones de la ley por parte de Maduro, del gobierno y los poderes públicos que mantiene bajo su control desbordaría los límites de este artículo. Pero, aun así, recordaré a continuación algunos de los más relevantes.

En diciembre de 2015, empujado por la derrota sufrida en las elecciones parlamentarias, desconociendo el procedimiento establecido en la ley, fueron designados magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, que se pretende como una de las entidades legitimadoras del poder de Maduro. Pero ocurre que ese TSJ, invención de Maduro, tampoco tiene facultad ninguna: es igualmente nulo e ilegítimo. José Vicente Haro publicó en su blog, en julio de 2017, una ordenada y muy documentada relación, que los lectores deberían revisar: “Las 111 decisiones inconstitucionales del TSJ ilegítimo desde el 6 de diciembre de 2015 contra la Asamblea Nacional, los partidos políticos, la soberanía popular y los derechos humanos”.

El documento elaborado por Haro, así como la enorme masa de materiales que se han producido al respecto, ponen en claro el carácter masivo, abierto, descarado, recurrente e ilimitado de las violaciones, cuyo único objetivo es mantener a Maduro en el poder destruyendo las instituciones, la legalidad y anulando la vigencia de la Constitución que la mayoría de los venezolanos aprobó en 1999.

Tres de los ejemplos más protuberantes de lo afirmado hasta aquí lo encarnan: 1) la ilegal, ilegítima, fraudulenta y grotesca asamblea nacional constituyente –ANC– creada por el ilegítimo; 2) el írrito proceso electoral del 20 de mayo de este año, farsa en la que el ilegítimo se midió contra candidaturas inexistentes, después de ilegalizar (?) los principales partidos de la oposición democrática; y 3) el remedo de constitución que está fabricando la ANC, de espaldas a la sociedad entera, y que no tiene otro propósito que el de eternizar en el poder al nulo e ilegítimo.

Como sabemos, la legitimidad política no solo proviene del cumplimiento de la legalidad. Cabe preguntarse entonces si la gestión del gobierno encabezado por el nulo e ilegítimo, desde 2013 a este momento, se ha correspondido con el principio del bien común.

Aunque en alguna medida vuelva sobre afirmaciones que son recurrentes en este espacio, es ineludible repetir: el régimen ha construido una falsa legalidad paralela, un conjunto de medidas que cumplen con los objetivos de neutralizar y criminalizar a los que disentimos. El régimen ha vulnerado los más elementales derechos de las familias venezolanas: a comer, a vestirse, a proteger y atender la salud, a educarse y caminar por las calles, sin el riesgo de perder la vida a manos de un criminal. El régimen se ha apropiado de los bienes y los recursos de la nación, y ha ejecutado el saqueo más extremo y despiadado del que se tenga memoria en el mundo moderno.

El régimen mata a pacientes por falta de oxígeno, por falta de diálisis, por falta de medicamentos para enfermedades terminales, por falta de comida, de insumos o de camas en los hospitales. El régimen mata a quienes menguan y mueren carcomidos por el hambre. Mata en los quirófanos infectados de bacterias. Mata a los ancianos que se levantan en las madrugadas a hacer colas de ocho horas para comprar un pedazo de pollo o que reciben pensiones de monto miserable. Mata las esperanzas y el futuro de quienes no pueden continuar en las escuelas por falta de pan, transporte, cuadernos y lápices. Mata a los que pierden sus empleos cada día, mientras las empresas sucumben a medidas enloquecidas y ajenas a la realidad de los procesos económicos. Mata a los que mueren en los hospitales del país, durante los cada vez más recurrentes y extensos cortes de energía eléctrica. Mata a los presos políticos, a los que niega respuesta médica. Mata con balas en las protestas. Mata, apresa y tortura. Mata y niega el derecho de informarse. Mata y cierra medios de comunicación. Mata y bloquea el acceso a la web. Mata como resultado de sus alianzas y negocios con bandas de narco-terroristas como el ELN y las FARC.

Porque es la muerte, en sus más diversas formas, el resultado del régimen: muerte del ánimo, de la esperanza, de la política activa, de líderes como Fernando Albán. Muerte de los derechos humanos. Muerte y más muerte. En consecuencia, en tanto que Maduro es ilegítimo en todos sus extremos desde marzo de 2013, la llegada del próximo 10 de enero no cambiará su carácter. Si en esa fecha todavía está en el poder, al ilegítimo se le añadirá una capa más de ilegitimidad. Una sobre muchas otras.


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