Hasta el día de hoy el gobierno madurista proclama que en Venezuela no hay presos políticos. Tampoco existen los torturados y los desaparecidos, ni mucho menos los prisioneros en precarias condiciones de salud o aislados de sus familiares. Ni por supuesto los fusilados por los cuerpos de seguridad. Muchos de estos asesinados en condiciones “extrañas”, que a primera vista se nota que fueron “juzgados” por las propias policías y otros cuerpos de seguridad pasando por encima de interrogatorios, investigaciones, indicios,  pruebas específicas, testigos presenciales y el siempre olvidado debido proceso que estipula la Constitución.

Lo cierto es que desde que se estableció la oscura y siniestra OLP, en este mismo espacio denunciamos que al amparo de tal esperpento se iba a dar inicio a una guerra criminal que no solo abarcaría a las policías y las bandas criminales, sino que se llevaría por delante a los habitantes de los barrios, a los ciudadanos de clase media y, desde luego, a los mismos militares que serían vistos como un todo, indiferenciados de quienes ejercían de hecho la represión y que, como tal, se mantenían al margen de la batalla que se estaba iniciando.

Dicho y hecho, entre civiles inocentes e integrantes de la fuerza militar suman una cantidad considerable de víctimas que nunca participaron en acciones de violencia. Se inició así una situación de caos ciudadano acrecentado por los gatillos alegres que recorren las calles, las avenidas y las carreteras, ya sea como represores o hampa común. Basta y sigue bastando el criterio de las policías para determinar quién tiene derecho de vivir y quién no, quién es un blanco posible y quién es inocente, así a ojos de buen cubero.

En realidad la famosa OLP no ha sido otra cosa que un permiso para matar, desde cualquier lado. Son incontables las víctimas inocentes que caen bajo el fuego policial solo porque se parecen o las confundieron con un hampón recién salido de la cárcel. También las sospechas recaen sobre los familiares o los amigos, es decir, ni siquiera se hace un trabajo previo de inteligencia para reducir y evitar a todo evento a las víctimas inocentes.

Mientras tanto, los integrantes de los cuerpos policiales con emboscados y asesinados al llegar a sus casas, porque habitan en las mismas zonas donde residen las bandas criminales. No se les protege, se les abandona a su suerte y, al ser mal pagados y peor reconocidos sus méritos, terminan encadenados a las mismas bandas que deben combatir.

Quienes siguen atentos a los hechos delictivos que ocurren tanto en las grandes ciudades como en las zonas rurales, saben perfectamente bien que, en esta etapa final de fracaso de la OLP, lo único rescatable es que queda demostrado lo que siempre se supo: los militares no sirven para combatir como policías, no están formados para ello y colocarlos en estas tareas terminan siempre por corromper a unos y a otros.

Este fracaso solo ha dejado un gran cementerio donde descansan unidos en la muerte y la tragedia los policías, los militares y los hampones. Eso sin contar con los civiles que caen en medio de una balacera. Basta con leer todos los días una coletilla que cierra los textos de sucesos: “Los heridos fueron conducidos al hospital y al llegar allí ya habían fallecido”. 


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