Quiero comenzar recordando que los dilemas a los que nos enfrentamos los demócratas venezolanos no son nuevos. A todo lo largo del siglo XX, cuando han aparecido dictaduras, los defensores de la libertad siempre han afrontado una serie de disyuntivas relacionadas con el modo de enfrentar el régimen. Por ejemplo, la cuestión de hasta cuándo utilizar y confiar en la herramienta del diálogo ha sido siempre un factor que ha dividido a quienes luchan por volver a un régimen de libertades.

En un sentido general, toda dictadura constituye un desafío no solo político y organizativo, sino para los modos de pensar de la sociedad. Cuando las instituciones, los gremios, las academias, las organizaciones civiles, los partidos políticos, los medios de comunicación y el propio ejercicio de la ciudadanía se han constituido en una cultura democrática, la irrupción de un movimiento de voluntad totalitaria, sea de izquierda o derecha, desafía la percepción y el pensamiento.

En el núcleo de esta dificultad está la cuestión de los límites: forma parte del ADN de los demócratas creer que el movimiento totalitario o la dictadura tienen límites. Que hay acciones que no pueden acometer. Que hay realidades que no pueden vulnerar. Que hay marcos de carácter legal o institucional que no se pueden o no se deben romper. Que hay cuestiones, como el derecho a la vida, el derecho a la integridad física, el derecho de pensar y de expresarse libremente que, al ser constitutivos de la vida en libertad y democracia, no podrían ser vulnerados.

Pero hay otra cuestión que también pesa en la mentalidad democrática: la tendencia, tan marcada, a creer que tarde o temprano la dictadura corregirá su rumbo. Que, ante la inviabilidad de su proyecto, cederá, aceptará llegar a algunos acuerdos, reconocerá a quienes no comparten sus ideas y métodos. Se trata, también aquí, de esperar que, ante el rechazo mayoritario, la acumulación de problemas, la pérdida creciente de apoyos dentro y fuera del país, la dictadura podría buscar soluciones, salidas a la crisis.

Los demócratas venezolanos, formados y experimentados en la cultura democrática de 1958 a 1998, nos hemos visto emplazados por las mismas cuestiones. Por una parte, frente a la dictadura, hay quienes han intentado e insistido en hacer una política con los recursos propios del ejercicio democrático: apelación a la legalidad, a los procesos electorales, a la separación de los poderes, al diálogo, al establecimiento de acuerdos. Por la otra, con mucha frecuencia, sobre todo en los años recientes, no hemos logrado salvar nuestras diferencias tácticas y estratégicas, a pesar del absoluto deterioro de las condiciones reales para hacer una política democrática, lo que podría haber impuesto una forma de unidad, mejor cohesionada y más duradera.

Así las cosas, los demócratas, de forma recurrente, nos hemos dividido en dos grupos principales: los que llamaré opositores y los que llamaré disidentes. Opositor, para los fines de este artículo, es el que se propone luchar con las herramientas propias de los regímenes democráticos. En lo esencial, es un actor político que tiene la Constitución vigente como su referencia primordial: confía en que con los recursos que allí se establecen es posible conseguir el cambio político que urge en Venezuela.

El disidente ve la realidad de otro modo: puesto que el régimen desconoce la Constitución vigente, ha destruido la separación de los poderes públicos y los ha convertido en operadores de su causa, ha creado una asamblea nacional constituyente violatoria de la Constitución y ha convertido el Consejo Nacional Electoral en un poderoso instrumento de fraudes y ventajas, la vía electoral para el cambio político en Venezuela, que sería la más obvia y amparada por la Constitución de 1999, no es posible. No es real, puesto que está en manos de un poder que no quiere salir del poder. El disidente se inclina por la protesta, por la presión internacional, por la denuncia de la ilegitimidad del gobierno y sus acciones.

A lo largo del tiempo, entre los demócratas se han producido cambios de postura, trasvases de una posición a otra, que son el resultado de la extraordinaria complejidad, de una dictadura que, mientras le fue posible, usó la producción petrolera venezolana para comprar apoyos y voluntades políticas, dentro y fuera del país.

Durante este tiempo, el régimen ha mutado. Ha derivado en un Estado delincuente y fallido, torturador, represor, vinculado a la narcoguerrilla, ladrón, desconocido por los gobiernos y las instituciones legítimas del mundo. Es un régimen que ha producido un estremecedor proceso de regresión social y conducido a millones de familias al hambre y la enfermedad. Es un régimen que hace que personas de toda edad y condición huyan del país, a menudo sin una moneda en el bolsillo.

La cuestión esencial es que este régimen ha tomado una decisión, de la que se jacta en público, de no entregar el poder, pase lo que pase, sufra lo que sufra el pueblo venezolano. Esta voluntad se expresa en los discursos, en los hechos, en los engaños, en la represión, en el torturante manejo de los presos políticos, en las políticas de terror, en los falsos llamados al diálogo, en la convocatoria a procesos electorales amañados.

Ante este estado de cosas: ¿tiene sentido prolongar los dilemas, seguir debatiendo y causando mutuo desgaste, cuando sobran las evidencias de que la dictadura ha cruzado el umbral, que se ha instalado en la decisión de no entregar el poder por las vías constitucionales, y que las políticas de diálogo y fraudulentos procesos electorales solo tienen como objetivo legitimarse y mantenerse en el poder, a pesar de que más de 85% de los ciudadanos está harto del gobierno?


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