Con aires de príncipe valiente, desembarcó ayer en Venezuela el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, recién escogido por Raúl Castro como su sucesor. Dice venir a nuestro país con la intención de colocarse en la primera línea de defensa de Nicolás Maduro, amenazado –según insisten en afirmar a dúo– por el “imperio”, aunque sin señalar a nadie en especial a menos que sea Donald Trump. 

A los demás líderes del mundo libre, como se decía antes en época de la guerra fría, no se les menciona ni de refilón porque Cuba está endeudada hasta los tuétanos con buena parte de la Unión Europea y no tiene entre sus planes inmediatos otra cosa que no sea reestructurar sus deudas e implorar la condonación de parte de ella. De esa treta ha vivido siempre.

De manera que si Miguel Díaz-Canel ha venido a Venezuela no será precisamente para traer ayuda humanitaria, alimentos o medicinas. Y mucho menos capitales e inversiones de cierta importancia, pues no se le puede pedir a Cuba que exporte otra cosa que no sea miseria y represión. Basta con darse un paseíto por La Habana y sus alrededores para comprobar que el hambre, la prostitución (masculina y femenina), el mercado negro y la economía informal campean a sus anchas. 

Pero seguramente Miguel Díaz-Canel tiene la intención de sentarse con Maduro a poner las cuentas y los negocios en orden, si es que a estas alturas se puede imponer orden en una relación en la cual Venezuela siempre ha salido perdiendo y, todo hay que decirlo, los cubanos fidelistas ganando siempre al imponer su vieja costumbre de nunca jugar limpio ante nadie.

Antes de la llegada de Hugo Chávez al poder, ya el presidente Carlos  Andrés Pérez había enviado ayuda a Cuba durante el período especial, cuando los rusos se retiraron de ese país y los dejaron pasando hambre. Toneladas de pollo congelado llegaron por avión a La Habana enviadas desde Caracas y que, como era de esperarse, jamás fueron facturados. Y es que en eso de vivir de los demás Fidel y Raúl son campeones universales.

Luego les cayó del cielo el comandante Chávez que, en su primer viaje al exterior, visitó La Habana y departió amigablemente con Fidel y su entorno. Rápidamente los cubanos identificaron quiénes eran los que cortaban el bacalao y cómo había que tratarlos protocolar y “jineteramente”. Allí comenzó la larga tragedia de mantener a Cuba, que estaba en la miseria y que jamás pagaría ni un céntimo de lo adeudado.  

Desde luego a Fidel Castro no le interesaba prioritariamente el hambre de la población, sino el necesarísimo abastecimiento de petróleo del cual carecía y que, para más desgracia, atormentaba a los habitantes de La Habana y otras ciudades con sus racionamientos interminables y peligrosamente debilitadores del poder.

Pero la realidad superó las expectativas de Fidel porque el nuevo mandatario venezolano había decidido ser el mecenas de una revolución hundida en la miseria y la corrupción de la clase gobernante. No solo le entregó petróleo a precios de ganga, sino que también amplió los plazos de pago, dio años de gracia y, por si fuera poco, le suministró más barriles de lo acordado, permitiendo con ello que Cuba los colocara en el mercado internacional y obtuviera con ellos pingües ganancias.         

  


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