Se cumplen sesenta años del 23 de Enero de 1958. Cayó entonces la dictadura militar de Pérez Jiménez para que la sociedad transitara caminos distintos. La soberanía popular recobró los fueros que había legitimado a partir de 1945 y que había perdido por la violencia del golpe contra el presidente Gallegos, electo en comicios universales en medio de un entusiasmo multitudinario.

Estamos frente a un hecho digno de especial consideración: no todos los días desaparece una tiranía para que un pueblo retorne al camino de la democracia.

Los hechos de entonces han sido sometidos a diversas interpretaciones, pero hay una sobre la cual existe acuerdo y sobre la que queremos insistir ahora: la reunión de voluntades que el suceso produjo, inmediatamente después de la huida del dictador. Tal vez no fuera mayoritaria la reacción que condujo al derrocamiento, pero la posterior sensibilidad sobre la obligación de reunirse los dirigentes políticos y las grandes masas para hacer una sola ruta y llegar a la misma meta fue evidente, y permitió el éxito del proyecto democrático que comenzaba. 

No todo era miel sobre hojuelas cuando Tarugo recibió el puntapié que lo sacó del juego. Casi durante una década los partidos habían actuado por su cuenta y eran piezas de un entendimiento sectario de sus actividades. El miedo no había desaparecido del todo y podía paralizar iniciativas de entidad. En los cuarteles no reinaba una opinión unánime sobre los pasos del futuro, sino conductas alimentadas por la sensación de un poder perdido que se debía reivindicar.

En los encierros de la resistencia había tomado cuerpo la idea de un movimiento capaz de cambiar los fundamentos de la democracia ensayada durante el trienio adeco, que amenazaba con rupturas peligrosas. Las dictaduras todavía entronizadas en las islas del Caribe miraban con desconfianza la mudanza de la situación y apostaban por una salida que satisficiera sus intereses. Un panorama cargado de nubarrones, ciertamente.

¿Cómo se superaron las amenazas? ¿Cómo se salió con bien de unos escollos colosales? Los líderes de los partidos buscaron una salida unitaria que, después de acercar a sus militancias hasta hacerlas participar en un designio compartido, lograron el portento de la sobrevivencia. La colectividad, que en  los tres años de experimento de participación colectiva iniciados en 1945 se había dividido en facciones y destacó por una riesgosa beligerancia, llegó a movimientos de entendimiento que superaron las viejas distancias.

La política caracterizada por el desgajamiento se volvió columna sólida frente a una tempestad de amenazas. Distintas Venezuelas, posturas diversas y encontradas sobre  el futuro, se convirtieron en una vivencia única que logró preponderancia después de superar numerosos intentos de disgregación.

Se habló entonces del “Espíritu del 23 de Enero” como muestra de cordura, como análisis sensato de la realidad y, en especial, como evidencia de los logros que dependían de una unidad de objetivos políticos llamada a perdurar. Después de sesenta años del derrocamiento de la dictadura militar, El Nacional quiere hacer memoria de ese logro trascendental.


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