Los hechos que cambian el rumbo de una sociedad no se dan cuando lo solicitan sus miembros partiendo de sus ilusiones individuales, de su particular punto de vista, sino solo cuando deben suceder. La meta está en la cabeza de cada cual, pero solo se convierte en realidad debido a la conjunción de las circunstancias. Se comienza a vislumbrar cuando esa cabeza se junta con centenares y miles de otras para trabajar en compañía, pero ni siquiera si la reunión existe queda garantizada la llegada a buen puerto después de viaje rápido.

Es cierto que, mientras más insufrible se hace la vida, aumentan lo deseos de cambiarla por una mejor, de mandarla al demonio sin demasiados trámites. Sin embargo, también es cierto que los individuos y los motivos que hacen insufrible la vida no quieren desaparecer. Hacen lo que está en sus manos para mantenerse en la cúpula de una situación que los beneficia y con cuya desaparición pueden pagar consecuencias terribles. De allí la dificultad de los cambios, la lentitud con que se producen, que parece interminable y conduce a esperas difíciles de soportar. El enemigo está allí y también juega sus cartas para que nadie lo saque de su imperio. Hace lo que puede, aun los hechos más arteros, las cosas más pavorosas, para impedir las mudanzas que los expulsen del juego.

Ojalá pueda el lector trasladar estas generalizaciones al trance que hoy experimenta la sociedad venezolana. En lo que va del año, la renovación de la directiva de la AN, que llenó de vientos frescos y alentadores la escena política, ha trasmitido una sensación de cambio que ha atraído a las mayorías de la colectividad. Ha colocado en la palestra a un liderazgo que se ha convertido en poderoso imán para atraer multitudes, y ha propuesto un conjunto de ideas capaces de hacer que los desesperanzados recobraran el ánimo. Por consiguiente, la apatía dio paso a una frenética actividad y el ágora antes desierta se volvió plaza multitudinaria y festiva. Sin embargo, todavía ese nuevo liderazgo no nos conduce a la tierra prometida, todavía no vemos la luz al final del túnel, y pasamos de inmediato a reprocharlo porque el calendario se paralizó de pronto debido a que no lo supieron mover.

La independencia de Venezuela no se planteó el 4 de julio de 1811 para que se convirtiera en realidad el 5. Los apurados, que fueron muchos, criticaron a los diputados que vacilaban ante una decisión drástica, sin recordar que las ideas sobre la emancipación política y el declive del imperio español venían de muy atrás y tenían que esperar la estación de la cosecha. Las circunstancias se reunieron un histórico Jueves Santo, pero el trabajo se venía haciendo entre trancas y barrancas desde muchas cuaresmas anteriores. Aquello no fue de un día para otro, porque los procesos capaces de cambiar el rumbo de la historia no dependen del capricho de unos opinantes exaltados, del apuro que tengan cada quien en topar con su bienestar, sino de las fuerzas que se encuentran o desencuentran en un momento determinado.

Pues bien, eso exactamente viene sucediendo con el trabajo que actualmente lleva a cabo la dirigencia para expulsar al usurpador. Los líderes políticos hacen lo que tienen que hacer, pero no está en sus manos entregarnos la fecha de culminación de la faena y la invitación para el baile de celebración. Unas expectativas sin fundamento, y pensar que el enemigo espera tranquilo que lo liquiden, ha hecho que muchos sientan que los han dejado con los crespos hechos. La hora llegará, no obstante, más temprano que tarde.


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