Tal día como hoy, pero del año 2015,  la Mesa de la Unidad Democrática, constituida por los partidos y movimientos de la oposición, obtuvo un resonante triunfo en las elecciones destinadas a elegir a los integrantes de la Asamblea Nacional. Las cifras fueron más que elocuentes: 99 diputados frente a 46 del oficialismo.

El país entero suspiró aliviado no solo porque se había logrado una victoria muy merecida sino también porque en el fondo se restablecía algo que la Venezuela democrática necesitaba con urgencia, valga decir, creer otra vez en las elecciones y en el poder del voto popular. Poco duraría la felicidad cuando desde Miraflores se iniciaron una serie de extraños movimientos destinados a desviar hacia otros rumbos la avalancha de votos que honestamente cosechó la unión opositora.

De manera que a la euforia del triunfo electoral se le unió, de inmediato, el villano zarpazo de la jugarreta tras bastidores organizada por quienes, conocedores de antemano de los resultados desfavorables al oficialismo, estaban decididos a mutilar la victoria opositora. Y prepararon su contraataque con nocturnidad y alevosía pues, de la noche a la mañana, armaron una alianza con los otros poderes para desconocer no solo los resultados electorales sino las consecuencias institucionales del triunfo opositor.

Así, día tras día, reclamaron diputaciones que había ganado la MUD, desconocieron actas y escrutinios escrupulosamente confeccionados en los centros de votación, demandaron nuevas elecciones en sitios donde no había lugar para reclamos, ejercieron presiones indebidas contra los ganadores y, finalmente, lograron crear un caos donde no existía razón ni argumentos válidos para ello.

A tantos o quizás muy pocos años de distancia, según se vea, lo ocurrido aquel 6 de diciembre y los días posteriores deben ser asumidos como una demostración de lo mucho que los opositores subestimaron al oficialismo en el poder y de cómo, para sorpresa de muchos observadores internacionales, esa subestimación no tenía ningún sustento lógico porque nadie entrega una posición de poder así de buenas a primera.

Decirlo a estas alturas puede significar, y de hecho lo es, respirar por la herida después de estar muerto, cuando nada de lo que se diga o se reflexione sobre ello resulta inútil. Pero el caso es que no lo es porque todavía, a estas alturas, se sigue manteniendo sobre la mesa la opción electoral en cada etapa en que, por decisión del señor Maduro, se estima conveniente llamar a elecciones sin un cambio sustancial en las garantías electorales no solo al acudir a votar sino, lo que es más sensato y práctico, a la hora de reclamar y hacer valer la voluntad popular expresada en las urnas.

La desaparición, o más bien la destrucción, de la voluntad de votar no radica o se fortalece en el papel que desempeña el Consejo Nacional Electoral, sino en la misma capacidad de la oposición y de la ciudadanía en general para exigir y movilizarse a la hora de cobrar completo el triunfo.

De manera que lo indispensable para que los ciudadanos acudan a votar no reside exclusivamente en cuidar los sitios de votación (ya se ha hecho y funcionó) sino en la confianza que debe tener el votante de que su decisión será respetada luego de ser conocida públicamente. Que no habrá pillerías a posteriori.


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